7/28/2006

TEXTOS OBLIGATORIOS- Paul Ricoeur


Paul Ricoeur, Política y pensamiento. Actos del Coloquio Hannah Arendt
"Poder y Violencia"




Coloquio Hannah Arendt Política y Pensamiento, desarrollado del 14 al 16 de abril de 1988, por iniciativa del Collège Internacional de Philosophie (París, Francia).
Editado por Miguel Abensour, Christine Buci-Glucksmann, Barbara Bassin, Françoise Collin, Myriam Revault d’Allonnes,
Éditions Tierce, París, 1989.
Traducción Carlina Vajlis
Revisión: Francisco Naishtat



PODER Y VIOLENCIA

Hablaré casi exclusivamente del pensamiento político de Hannah Arendt, y hablaré del mismo desde el punto de vista de su argumentación, quiero decir, de su búsqueda del mejor argumento.
La distinción firme y constante entre poder y violencia constituye un lugar privilegiado en su pensamiento; privilegiado en el sentido de que permite concentrar en este punto la mayor parte de las dificultades con las cuales este pensamiento se enfrenta y las objeciones que se le han opuesto.
He dicho: la distinción entre poder y violencia. E inmediatamente estamos confrontados a esta sorprendente vigilancia semántica de un pensamiento que se pone como tarea –y frecuentemente como primera tarea- separar los conceptos, batallar contra las confusiones tanto en el discurso como en la acción. Distinguir, distinguir, dice ella. Esto comienza en el plano de la antropología fundamental de La condición humana (Condition humaine), con la trilogía tantas veces aquí evocada entre trabajar, obrar, actuar. Continúa en el plano más precisamente político con nuestro par conceptual poder y violencia, al cual habrá que agregarle más adelante autoridad, por no decir nada de los conceptos de fuerza y potencia; la misma caza de confusiones continúa con la oposición entre régimen totalitario, régimen autoritario y las variedades de regímenes denominados democráticos. Y las preguntas se amontonan: ¿Estas distinciones reposan sobre entidades conceptuales sin historia? ¿No instauran dicotomías que impiden todo uso dialéctico de la mediación? Y cuando se buscan garantes históricos, ¿dónde los encuentran, si no en los griegos y los romanos? En consecuencia, este pensamiento en apariencia desligado de toda historia, ¿no es fundamentalmente nostálgico? Y si sus garantes están en el pasado, ¿la tradición que transmite de este último la energía de sentido no sirve como argumento? ¿Y qué es un argumento tradicional, si no una variedad de opinión, digamos para ser generosos algo así como la opinión recta para Platón? Ahora bien, la teoría política, para dar mérito al nombre de teoría, ¿no reivindica una verdad que no puede aceptar la opinión? Nosotros lo vemos: prácticamente todas las discusiones suscitadas por el pensamiento político de Arendt pueden ser revisadas con motivo del par conceptual poder-violencia. Pero yo lo digo inmediatamente: no persigo ninguna intención apologética mediante el examen crítico de esta distinción cardinal. Como mucho, me preocupo en obligar a las objeciones a hacerse más elaboradas, permitiendo así al debate que continúe sin caer en un knock-out técnico. Porque uno no se desembaraza tan fácilmente como se cree de Hannah Arendt.
No es indiferente notar para comenzar que el artículo “Sobre la violencia”
[1], que tomo como primer texto de referencia, data de 1970 y que está muy históricamente situado en la época de las revueltas estudiantiles: responde entonces a una coyuntura de ningún modo imaginaria, caracterizada por la tentación del recurso a la violencia en la nueva izquierda americana, en parte bajo la presión y sobre el modelo del Black Power, pero también frente al espectáculo del recurso efectivo a la violencia en los campus por parte de las propias autoridades universitarias, sin olvidar el comportamiento violento de los caciques del partido demócrata en la Convención de Chicago. En un segundo plano, como telón de fondo, la guerra de Vietnam y la amenaza de guerra nuclear. Es entonces en una situación muy precisa, en un momento en el cual una minoría activista se entusiasma con la lectura de Los condenados de la Tierra de la Tierra (Damnés de la Terre) de Fanon y con el prefacio incendiario de Sartre a esta obra, cuando Arendt escribe, en una situación que ella caracteriza así: “Cuanto más dudoso e incierto se ha tornado en las relaciones internacionales el instrumento de la violencia, más reputación y atractivo ha cobrado en los asuntos internos, especialmente en cuestiones de revolución” (p.118). (La revolución, a ella volveremos más adelante). Es a la nueva izquierda a la que ella se dirige en el momento en que aquella corre el riesgo de volcarse hacia el lado de lo que hemos conocido en Europa un poco más tarde, y que provocará el terrorismo de la ultra-izquierda alemana e italiana y, con un menor grado de organización y eficacia, el movimiento francés de Acción Directa. Pero para poder exclamar: “La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo” (p.158), Arendt toma distancia y se consagra a denunciar la madeja de confusión que ha podido hacer confundir a la violencia con una empresa generadora de poder. Haciendo esto, ya no es a los estudiantes, a los activistas a quienes ella se dirige sino a la ciencia política, a su terminología, a su impotencia para distinguir. Y he ahí que cae como una cuchilla, porque se trata de cortar allí donde uno se confunde, las famosas distinciones que recuerdo rápidamente: “Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido... La Violencia... se distingue por su carácter instrumental. Fenomenológicamente, está próxima a la potencia, dado que los instrumentos de la violencia, como todas las demás herramientas, son concebidos y empleados para multiplicar la potencia natural hasta que, en la última fase de su desarrollo, puedan sustituirla” (p.146, p.148).
Nos preguntamos: ¿qué hay entonces detrás de estas distinciones? Arendt invierte la pregunta y pregunta: ¿qué hay detrás de las confusiones? Porque no es desde el comienzo del juego que ella tira desordenadamente estas distinciones, sino al término de un trabajo de desmantelamiento del sistema de pensamiento que ha conducido a las confusiones que sirven ahora de coartada a los jóvenes intelectuales en los campus americanos. Ahora bien, aquello que ella afronta, es la cuasi totalidad de la filosofía política, Max Weber incluido, para quien la relación política se define como relación de dominación entre gobernantes y gobernados, la cual, a su turno se analiza en términos de mando y obediencia. El poder, para estos pacíficos pensadores, continúa siendo un poder de obligar. Bien se puede, con Max Weber, calificar a la violencia con el adjetivo legítima; recuerdo la definición de Estado según Max Weber: “una relación de dominación (Herrschaft) de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima, es decir, de la que es vista como tal” (no es indiferente recordar que Max Weber da esta definición en La política como vocación, es decir, en un discurso dirigido a otros estudiantes, los jóvenes pacifistas alemanes sometidos a la tentación de la no-violencia al final desastroso de la Primera Guerra Mundial).
He ahí el blanco: antes de la tentación por la violencia, hay un error en la naturaleza misma de la política definida en términos de dominación, es decir, de subordinación de una voluntad a otra; pero, esta idea de dominación, notémoslo, no figura en la lista de nociones claves aquí examinadas: poder, potencia, fuerza, autoridad, violencia. La dominación es para Arendt una interpretación falsificada y falsificante del poder, entendido como poder de obligar, como poder del hombre sobre el hombre. Vemos entonces que Arendt extrae su propio concepto de poder de una inmensa polémica con casi todo el pensamiento político. Si queremos continuar objetándole que ella no tiene por argumento más que la tradición, y no la ciencia –éste será, veremos, el argumento de Habermas- debemos previamente hacerle justicia: que es desde un primer momento contra una inmensa tradición que ella piensa. Lo que no quiere decir que los griegos y los romanos, incluso los cristianos, salgan indemnes; para nada: hasta los griegos han definido las formas de gobierno como variedades en el sistema de la dominación del hombre sobre el hombre: uno solo, algunos, la mayoría. En cuanto a los judíos y los cristianos, su concepción imperativa de la ley (la cual, Arendt insiste, no es la única herencia que han dejado) los mantiene en el mismo círculo mágico de la dominación del hombre sobre el hombre. Y en el otro extremo de la historia, encontramos el reino anónimo de la burocracia, que no es más que una variante suave de la dominación.
Entonces, nos preguntamos, ¿qué legitima esta definición- producida mediante otra cosa que la dominación- del poder? ¿Está ella inscripta en algún cielo platónico de las ideas? De ninguna manera, observarán las críticas que suponen siempre algún recurso al argumento de la tradición: Arendt se apoya sobre otra tradición, por lo tanto, juega la tradición contra la tradición. Y en efecto, leemos en “Sobre la violencia”: “Sin embargo, existe otra tradición y otro vocabulario, no menos antiguos y no menos acreditados” (p.143). Ahora bien, ¿qué cita ella? Por supuesto que la famosa Isonomía de Solón y Pericles y la Civitas romana. ¡Y ahí está la objeción de la nostalgia! Pero, comprendamos bien dos cosas: polis, civitas, no han constituido jamás una alternativa verdadera a la idea de dominación, como lo vemos en la clasificación antigua de los sistemas de gobierno; además, los conceptos han funcionado con el apoyo de una concepción de la autoridad de la cual diremos alguna cosa más adelante, o más aún, con el de varias concepciones de autoridad que están muertas y archi muertas para nosotros y que, en consecuencia, es el momento de decirlo, ya no tienen autoridad. Pero lo esencial no está ahí: las referencias históricas de Arendt no son principalmente griegas o latinas, sino modernas, incluso, contemporáneas. Arendt evoca primero, al interior de una cierta corriente entre los pensadores de la Revolución Norteamericana y luego Francesa, la idea de que la tarea de la revolución es sustituir la dominación del hombre sobre el hombre por la voluntad del pueblo, de poner fin a la dominación a través del ejercicio de la voluntad del pueblo, incluso aunque entre esos pensadores, la sumisión del hombre a la ley divina o moral mantiene aún la confusión entre poder y dominación. Pero las verdaderas referencias históricas de Arendt son las irrupciones modernas del poder popular, ilustradas por los consejos obreros, los verdaderos soviets, por la insurrección de Budapest, por la Primavera de Praga y por los múltiples movimientos de resistencia a la ocupación extranjera. He ahí la otra tradición que, a diferencia de la tradición de la dominación, esta hecha de surgimientos (surgissements) discontinuos, de surrecciones (surrections), osaría yo decir, de tentativas abortadas, de movimientos incoativos, como mucho puramente virtuales (esta última palabra que no es de Arendt me aproxima a la hipótesis de interpretación que propondré en breve).
Ahora, ¿qué rasgos distintivos caracterizan en común a estas experiencias históricas dispares? Hannah Arendt propone aquí, incluso antes de poner sobre la mesa las definiciones firmes que hemos dicho, una analogía que puede ser más que una comparación, y que es ya una aproximación a lo esencial, a saber, la analogía con las reglas de un juego. El juego, en efecto, ofrece una ilustración de gran valor didáctico, de la diferencia entre dos tipos de reglas: las reglas aceptadas y las reglas impuestas. Estas últimas entran en el esquema de la dominación, por lo tanto, del mando y la obediencia, mientras que, en el juego, la aceptación de la regla resulta del sólo deseo del jugador, por lo tanto, de vivir según el modo lúdico articulado por la regla. Se ve ahí el trabajo de pensamiento de Arendt: consiste en explicitar un implícito que, en algunos momentos históricos privilegiados, ha hecho su entrada, interrumpiendo la tradición de la dominación; en un sentido curiosamente cercano a ciertas visiones hoy corrientes en filosofía del lenguaje y tomadas de la teoría de los juegos, Arendt sugiere que nosotros tenemos la noción de reglas que serían directivas sin ser coercitivas: “éstas dirigen las relaciones humanas como las reglas dirigen el curso de un juego. Y la última garantía de su validez reside en la antigua máxima romana: pacta sunt servanda” (p.211-212). Diremos: ¡Ah, miren a los romanos! Ciertamente. Pero, en principio esta fórmula no implica la fundación propiamente romana de Urbe condita a la que nos referiremos en breve, cuando agregaremos al par poder-violencia, el tercer término, la autoridad, bastante difícil de situar en relación a la pareja poder-violencia; además, la idea de un poder que reposa solamente sobre el consentimiento de los actores políticos es en realidad subversiva en relación a toda empresa fundadora desde arriba, desde fuera, desde atrás: “Es -escribe Arendt- el apoyo del pueblo el que presta poder a las instituciones de un país, y este apoyo no es nada más que la prolongación del asentimiento
[2] que, para empezar, determinó la existencia de las leyes” (p.143). Ahora, estamos en el corazón del problema: ¿qué es este consentimiento irreductible a la relación de dominación? ¿Qué es esta fuerza viva del poder popular que, cuando se eclipsa, deja su lugar precisamente a la violencia? Llegamos a la definición propuesta recientemente y que repito: “Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido” (p. 146). Y además: “Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia es que el poder siempre precisa el número, mientras que la violencia, hasta cierto punto, puede prescindir del número porque descansa en sus instrumentos” (p.144).
Sigamos esta pista de carácter no sólo no jerárquico del poder, a la inversa de la relación de dominación, sino además no instrumental, a la inversa de la relación de violencia. ¿Qué idea podemos hacernos de un consentimiento que se inscribe fuera de la relación de dominación de voluntad sobre voluntad y fuera de la relación medio-fin?
Un acercamiento provisorio está fornido por el tipo de razonamiento por el absurdo que ocupa la mayor parte del artículo sobre la violencia. Es cuando el poder falta que la violencia tiende a ocupar el terreno; y esta última revela su incapacidad para instaurar cualquier lazo político. El argumento tiene dos aspectos. En un aspecto, dice: “El dominio por la pura violencia entra en juego allí donde se está perdiendo el poder” (p.155). En el otro aspecto, dice: “La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo” (p.158). Que lo tomemos en un sentido o en el otro, equivale a decir que la descomposición del poder es un fenómeno más instructivo, en cuanto a la naturaleza verdadera del poder, que la impotencia que resulta de la explosión de la violencia. Es lo que demuestran las revoluciones, a saber, su irrupción y sobre todo sus perversiones y sus fracasos. ¿Cuándo la revolución tiene una oportunidad? No cuando su violencia es superior a la del Estado, que en la época moderna es considerable, sino cuando el Estado ya no está sostenido por la creencia de los ciudadanos en su poder, es decir, en su propio poder en tanto que representado y concentrado en el Estado, resumiendo, cuando el poder abandona a este último; entonces la oportunidad de las armas puede cambiar de bando, pero es la pérdida del poder el factor decisivo, no la violencia. Ahora, esto puede ocurrir en un Estado democrático, como los Estados Unidos, en la época del Maccarthismo, de la guerra de Vietnam y de la agitación en los campus. Cuando los ciudadanos ya no reconocen su poder en las instituciones que se hacen violentas, entonces, es en la desobediencia civil donde se refugia el poder verdadero, en continuidad con la intención de los padres fundadores (con esta alusión a los padres fundadores de la constitución norteamericana tocamos una vez más un fenómeno suplementario, entremezclado con el del poder, a saber, el fenómeno de la autoridad). Para mantenernos en el hilo de la presente argumentación, hay que decir que la descripción y la interpretación de los fenómenos de desintegración interna, que dejan el campo libre a la irrupción de la violencia, constituyen para la definición propuesta de poder como no dominación, no instrumentalidad (instrumentalité), por lo tanto, como irreductible tanto a la violencia como a la dominación, una simple prueba por defecto: si no hay poder, entonces, violencia. ¿Pero quid del poder en tanto tal si queremos ir más lejos que esta prueba por defecto?
Podríamos creer encontrar la respuesta remontando el análisis político hasta eso que podemos llamar la antropología fundamental de La condición humana y que André Énegren llama “fenomenología de la acción”. Este autor, en su excelente libro
[3], sigue el orden directo, desde lo fenomenológico hasta lo político, lo cual, desde el punto de vista didáctico y sistemático, que es el suyo, está perfectamente justificado. El tema que aquí hemos elegido nos obliga a proceder al revés, lo cual tendrá por ventaja afilar la aporía alrededor de la cual comenzamos a girar, es decir, cómo se sostiene la definición de poder en estado puro en cuanto no dominación y no instrumentalidad. La vía regresiva nos vuelve a llevar inevitablemente a la trilogía: trabajo-obra-acción. La definición de poder dada más arriba allí nos invita: “El poder corresponde a la aptitud del hombre para actuar y para actuar de manera concertada”. Pero es tan circular el argumento que no estoy seguro de que este recurso a la antropología nos haga avanzar mucho. Si lo miramos de cerca, nos damos cuenta de que el sistema de distinciones del plano antropológico (o fenomenológico) –trabajo, obra, acción- está ubicado frente al sistema de distinción del plano político –violencia, dominación, poder- en una exacta relación en espejo. Acción y poder se definen mutuamente. La mira de la acción es política (à visée politique) y el poder no es otra cosa sino la expresión pública de la acción. Nosotros leemos en La condición humana[4]: “La acción, la única actividad que pone en contacto directamente a los hombres, sin el intermedio de objetos ni de bienes, corresponde a la condición humana de la pluralidad” (p. 15). Esta condición de pluralidad está desde el comienzo caracterizada como pluralidad de iguales, lo que corresponde muy exactamente a la eliminación en el plano político de la relación de dominación en la definición de poder: “La pluralidad humana, condición fundamental de la acción y de la palabra, tiene el doble carácter de la igualdad y de la distinción” (La condición humana, p. 197), en el sentido de pluralidad de insustituibles, de diferentes. Pero nosotros no hemos aún alcanzado la noción que suelda literalmente una con otra la noción antropológica de acción y la noción política de poder: esto es, la capacidad de innovación, unida a la acción que tiene su contraparte en la imprevisibilidad de las emergencias; hemos hablado de levantamientos de poder, cuando sorprendemos estos levantamientos en su momento crucial, como la insurrección de Budapest, la resistencia de Praga, y en menor medida las acciones de desobediencia civil ligadas al nombre de Martin Luther King. Nos acercamos aquí a un punto ciego donde la pregunta del indemostrable no puede no hacerse, punto ciego punteado por la metáfora, y más que por la metáfora, por la natalidad, –fenómeno prepolítico por excelencia: “Desde el punto de vista de la filosofía -leemos en el ensayo “Sobre la violencia” [consecuentemente en eco con La condición humana]- la acción constituye la respuesta del hombre al hecho de haber nacido” (p. 193).
Este recurso al tema de la natalidad nos resulta más embarazoso de lo que nos ayuda en nuestra búsqueda de una justificación de la definición propuesta del poder. La natalidad, el nacimiento, el ser –ya- nacido, estas palabras inclinan hacia el lado de la biología mientras que todo el pensamiento político inclina hacia un fenómeno supremamente humano y, en este sentido, sin antecedente político; incluso la violencia es estrictamente humana a pesar de sus tenebrosas raíces en la agresividad. Hay entonces que definir a la natalidad por su relación con la acción, y no a la inversa. Énegren no se equivoca cuando escribe: “El concepto de natalidad provee (…) al actuar un punto de anclaje ontológico, pudiendo toda acción comprenderse como el eco del comienzo de una vida ella misma destinada a comenzar” (La filosofía política de Hannah Arendt, p. 51). Arendt misma ratifica esta interpretación, cuando declara, como venimos de escuchar que, “la acción constituye la respuesta del hombre al hecho de haber nacido”, -la respuesta, no el prolongamiento. En La condición humana ella ya decía: al hecho de haber nacido “nosotros respondemos comenzando de nuevo a partir de nuestra propia iniciativa” (p. 199). Iniciativa: he ahí la palabra clave en el plano fenomenológico-antropológico: a lo que corresponde el consentimiento a vivir juntos, en el plano político. Por la iniciativa, la acción se excluye de la labor y de la fabricación; por el consentimiento, el poder se excluye de la dominación y de la instrumentalidad violenta. Que la acción además, pase por la palabra, no es un problema, en la medida en que en el plano político, el consentimiento vive de palabras intercambiadas, más precisamente, del principio mismo del intercambio de palabras, a saber, la promesa (tenemos aquí presente en el espíritu las bellas páginas de La condición humana sobre la promesa, que completan las notas sobre el perdón, que no es él mismo sino la capacidad restituida al otro de re-comenzar). Son, en última instancia, actos del lenguaje los que tejen los intercambios de donde nace el poder, si este último debe poder distinguirse de la instrumentalidad violenta.
Pero la pregunta se vuelve punzante: ¿de dónde sabemos nosotros todo eso? ¿En qué se apoyan las definiciones y, más esencialmente, las distinciones cortadas con hacha, tanto en el plano antropológico como en el plano político?
Es aquí donde someto a discusión una hipótesis de trabajo que, si no resuelve todas las dificultades encontradas, tiene al menos la ventaja, para mí, de llevar el debate a un grado de mayor radicalidad. Esta hipótesis se apoya a la vez sobre: el status ontológico de nociones de apariencia autorreferencial en el discurso de Arendt, tales como acción y poder – fabricación y violencia, - y sobre el status epistemológico de todo el discurso arendtiano.
Mi interpretación es ésta: la constitución del poder en una pluralidad humana, constitución prejurídica por excelencia, por ende, precontractual, constitución que hace emerger como acontecimiento el consentimiento a vivir juntos a partir del debate de opiniones, esta constitución tiene el status de lo olvidado. Pero este olvido, inherente a la constitución del consentimiento que hace el poder no reenvía a ningún pasado que habría sido vivido como presente dentro de la transparencia de una sociedad consciente de sí misma y de su engendramiento singular y plural. Insisto sobre este punto: un olvido que no es del pasado. En este sentido, un olvido sin nostalgia. Un olvido de lo que constituye el presente de nuestro vivir-juntos. Hannah Arendt no sería la única pensadora en evocar un olvido no relativo al pasado. No sé si el modelo está en Heidgger con el olvido del ser. Si hubiera que buscar por el lado de Heidegger, yo evocaría sobre todo el texto sobre la fenomenología en el parágrafo 7 de El Ser y el Tiempo, donde se dice que lo más cercano a nosotros es al mismo tiempo lo más oculto. Es por eso que la fenomenología no puede ser más que una hermenéutica, es decir, una interpretación y no una intuición. Pero Heidegger no es el único en unir lo cercano y lo olvidado. Su adversario más vigoroso, Lévinas, nos ha enseñado a hablar en términos de “huellas” de un inmemorial del cual podemos decir que es más anciano que toda rememoración, en el sentido de que no es del orden de lo rememorable, de lo memorable. Y Jean-François Lyotard, en su último libro Heidegger et “les juifs”, habla de los “judíos” (entre comillas) como de lo olvidado radical del pensamiento occidental. Hay por ende toda una corriente de pensadores que giran alrededor de esta idea de un olvido que no sería el de un pasado que ha sido. Y yo admito totalmente, e incluso sostengo con fuerza, que puede haber muchas filosofías de lo olvidado que no se abarcan para nada entre sí. Hannah Arendt, según esta interpretación, (insisto en el riesgo de esta interpretación) sería una de ellas.
Si ustedes admiten a título de hipótesis de trabajo esta idea de que el poder es a la vez la realidad más cercana, constitutiva en cada instante del vivir-juntos actual, y el más disimulado, y en este sentido siempre olvidado, gran cantidad de dificultades, de paradojas, e incluso de ambigüedades debidas a la misma Hannah Arendt, si no se disuelven, al menos empiezan a, me atrevo a decir, tener sentido, y a elevar así el debate que debemos tener con el pensamiento de Hannah Arendt.
Para guiarme en estas dificultades, paradojas, ambigüedades, diré que en Arendt el ciudadano está dirigido hacia el fundamental constitutivo – acción/poder – a la vez que por índices más o menos erráticos y por sustitutos tenaces, los cuales, haciendo de pantalla, reenvían por defecto a ese fundamental constitutivo. Con este hilo en mano, vamos a volver a recorrer una parte del terreno cubierto por los precedentes análisis, antes de introducir algunas dificultades nuevas ligadas a dos conceptos que hemos deliberadamente dejado de lado: el de opinión y el de autoridad, los cuales abren el debate con Habermas, tanto en el plano epistémico (¿qué saber de lo político?) como normativo (¿qué legitimidad de lo político?).
Retomemos entonces el camino ya recorrido. Hablemos primero de huellas, luego de pantallas.
Huellas primero: si ustedes admiten que el poder puro, expresión que encontramos muchas veces bajo la pluma de Arendt, es el no reconocido en el presente político, su evocación no tiene absolutamente nada de nostálgica. Del poder no tenemos más que interpretaciones históricas, ciertamente, pero cuyo lugar en la historia, no es pertinente. La isonomía, según Solón y Pericles, no expresa la experiencia viva de la ciudad griega, sino su autointerpretación; y vamos a decir en breve, cuando hablemos de la autoridad, aquello que precisamente para los griegos ha impedido que la misma fuera de algún modo vivida al desnudo. Esto es todavía más cierto en la civitas latina, inseparable de la relación potestas: auctoritas que discutiremos en un momento. Pero, para terminar con la acusación de la nostalgia, no hay que dejar de insistir que las verdaderas huellas del poder puro se dejan señalar mejor en las revoluciones modernas: Räte, soviet, insurrección de Budapest, resistencia checa, ciertos aspectos de la revuelta de estudiantes, desobediencia civil; en resumen, en momentos privilegiados que constituyen interrupciones de la relación de dominación, y, en ese sentido, emergencias de isonomía, de poder entre iguales. Así es, si lo cercano es lo olvidado, hay ciertas circunstancias exaltantes en las cuales lo olvidado deviene en lo cercano.
Hasta aquí para las huellas. ¿Qué hay de las pantallas? Si los puntos de emergencia del poder están también dispersados en el tiempo histórico, es porque el verdadero poder está enmascarado por estos sustitutos y ya no se deja percibir más que en la filigrana de estas máscaras; en primer rango, precisamente, en la relación de dominación. Recuerdo el asombro del lector frente a la intrepidez de Hannah Arendt cuando denuncia a la cuasi totalidad de la tradición en ciencia política, para la cual la relación de mando y obediencia, la relación de dominación, es constitutiva de la estructura política. Para Hannah Arendt, esto está en conjunción con la invención maléfica del Estado-Nación; desde la alta Edad Media europea se ha reforzado la idea de que la política es el Estado; y el Estado, la relación de dominación. De donde una vez más ella da la impresión de llamar Modernos a los Antiguos. Pero hemos visto que para Platón y Aristóteles mismos la distinción entre los regímenes políticos se hace ya en términos de dominación. En un sentido siempre, ya desde siempre, la dominación ha enmascarado al poder. ¿Pero de dónde sacaríamos la energía denunciadora de la mascarada de la Herrschaft, si no supiéramos, con un saber más primitivo que la supuesta evidencia de la relación de dominación, que no es así que consentimos vivir juntos a pesar de... y gracias a... la pluralidad de opiniones? El verdadero saber del poder se agota casi en la suposición de que la dominación no es la verdadera fundación del poder. Lo que se acaba de decir sobre la dominación vale con más razón para la violencia. Si el poder entre iguales es la energía tan disimulada del vivir juntos, comprendemos cómodamente que la violencia sea la mayor tentación de la acción política en su fase de innovación, es decir finalmente, en sus revoluciones. Porque la violencia es la energía visible sobre la cual Arendt dice muy justamente que disminuye la fuerza física. Los revolucionarios no quieren creer que su verdadera fuerza consiste en la puesta a prueba del nuevo vivir juntos (vivre-ensemble) que los hace mantenerse juntos, en la prueba de la inter-esse, y no en la instrumentalidad demasiado visible y emocionalmente exaltante de la violencia.
Tal es la relectura que yo propongo de los términos que hemos recorrido hasta aquí. ¿Qué hay ahora de los dos conceptos importantes que he dejado deliberadamente de lado, a fin de abrirlos, me atrevo a decir, con la clave de interpretación que yo propongo? El primero nos permitirá enlazar el debate con Habermas en el plano epistemológico; es el de la opinión, tomado inicialmente en el contexto de la declaración famosa de Madison, uno de los redactores de la constitución norteamericana en la Convención de Filadelfia: “Todo gobierno reposa sobre la opinión”. Este recurso a la opinión ha suscitado la crítica severa de Habermas, como Jean-Marc Ferry lo muestra de maravillas en un capítulo de los comienzos de Habermas : l’éthique de la communication y en su artículo de Esprit (junio de 1985) sobre el mismo tema. Esta crítica propiamente epistemológica deviene completamente plausible si completamos esta declaración con la inquietante fórmula que, como tal, es de Arendt misma: “La opinión y no la verdad, es una de las bases indispensables de todo poder” (C.C., p. 29, cit. en Énegren, op. cit., p. 63). Para medir la pertinencia de la crítica de Habermas hay que, según creo, volver a poner en su lugar este concepto de opinión en relación a la noción misma de poder. Lo que precisamente no es fácil, precisamente si adoptamos nuestra hipótesis según la cual el poder es el soporte cercano y olvidado del verdadero poder. Porque la idea de opinión está desde el comienzo unida en parte a otro concepto que, a primera vista, inflige un desmentido inapelable a la idea de poder como la iniciativa olvidada en el presente mismo del consentimiento constitutivo del vivir juntos; el otro concepto, sobre el que se ha escrito bastante, es el de espacio público, más precisamente el de espacio público de aparición. La sola expresión: apariencia, aparecer, aparición parece prohibir todo status de virtualidad oculta a la fuerza de adhesión que hace mantener juntos a los miembros del cuerpo político. Por el contrario, el concepto de espacio público de aparición, definiendo un encuadre cuasi espacial (e incluso expresamente espacial en términos de territorio y fronteras en el caso clásico del Estado-Nación) expresa la visibilidad misma del lazo social, del “entre” de inter-esse. ¿Esta visibilidad no excluye toda referencia a las entidades ocultas? A lo que yo respondo dos cosas. Por empezar, lo olvidado es eficaz, y por esta razón, no tiene para nada el status de entidad oculta, como lo sería un tesoro enterrado. Pienso en la frase de Hölderlin que interesa a Gadamer: “Das Gespräch das wir sind”, -la conversación que nosotros somos- (no insisto aquí sobre la palabra Gespräch, sino sobre el presente del indicativo de “nosotros somos”). Lyotard preferiría sin dudas reenviarnos a la represión freudiana. Bien. Lo esencial para mí no está en el mecanismo del olvido, sino en el status de lo olvidado; lo olvidado, precisamente porque no es un pasado ya vivido, sino la fuerza del estar juntos (être-ensemble) que somos sin verlo, no es de orden sustancial. Es claramente nuestro poder común. Pero entonces, ¿qué hay de la visibilidad del estar en común en tanto que espacio público de aparición? Es aquí donde viene mi segunda respuesta: el espacio público –como el espacio kantiano que es condición de un ver, pero no un ver - no tiene otra visibilidad más que publicidad del entre del inter-esse. La espacialidad política, es la Offentlichkeit, (el término alemán lo dice bien: publicidad equivale a apertura). Desde ese momento, la visibilidad en cuestión no es otra cosa más que la apertura del intercambio. ¿Intercambio de qué? ¡Y claro, precisamente, de opiniones!
Nos enfrentamos entonces con el difícil concepto de opinión y su status epistémico sospechoso; no hay dudas de que para Arendt, la solidaridad es estrecha entre los dos sentidos del término griego doxa: por un lado, lo contrario a ilusión, el aparecer en sentido fuerte y positivo, la puesta en luz, incluso la puesta en escena y hasta la gloria, cuando la acción termina su curso efímero en el relato que recoge de ella su brillo; y, por otro lado, lo contrario a la ciencia, lo que irrita a Habermas; ¿pero no hay entonces que escuchar a Arendt cuando alega en favor de la pluralidad que el espacio público precisamente despliega? Ahora bien, de qué hay pluralidad, además de la de cuerpos, si no pluralidad de opiniones. Doxa, aquí, ya no quiere decir aparecer, sino opinar, ser de la opinión que... meinen. Aquí la doxa griega pasa a la Offentlichkeit de la Ilustración, la cual saca precisamente a la luz la diferencia de opiniones, la discrepancia nuevamente en el sentido de Lyotard, sin la cual no habría problema de consentimiento a vivir juntos. Comprendemos ahora la declaración de Madison: “El gobierno reposa sobre la opinión”, es decir, sobre el tratamiento consensual de los conflictos… de opiniones. Pero podemos también comprender la frase, confieso que infeliz, de la propia Arendt: “La opinión y no la verdad es una de la bases indispensables de todo poder” (C.C., p. 296). Ella no habla aquí de la teoría política y de su ambición de adecuación a la realidad política, sino de la práctica política misma, que, en efecto, no reposa sobre la ciencia, sobre el saber, sino verdaderamente sobre la opinión. ¿Argumentaríamos en política si dispusiéramos de un saber intelectualmente obligatorio? Vayamos más lejos, ¿no es el error, algunas veces el crimen, y siempre la falta de los regímenes totalitarios el pretender saber, y saber por todos y en lugar de todos? ¿No hablamos todavía, aquí o allá, de socialismo científico? Defenderé aquí a Arendt diciendo que ella ha percibido el parentesco entre la lexis adaptada a la praxis y el modo retórico de la argumentación política o, si queremos continuar hablando en griego, ¿con la phronesis más que con la episteme? Diremos con Habermas, que el filósofo no debe tener el discurso del ciudadano, el discurso práctico, sino un discurso sobre el discurso del ciudadano, un discurso ya no práctico, sino crítico, y que este discurso crítico requiere de la referencia a una idea reguladora, la cual aspira a la verdad y ya no a la opinión. En este sentido, la falta de Arendt habría sido oponer en la misma frase la opinión que concierne al discurso de la acción, y la verdad, que pertenece al discurso sobre la acción. Dicho de otro modo, ella habría confundido lenguaje (político) y metalenguaje (politológico). Admitamos la tesis de Habermas. Ésta no elimina, para mí, la de Arendt, sino que en un sentido la presupone. Y esto de múltiples maneras: por empezar, presupone como un hecho el conflicto de opiniones como práctica sobre la cual la filosofía pretende hacer la crítica; pero no es lo más importante: presupone experiencias privilegiadas de insurrección de poder sin dominación ni violencia gracias a las cuales la idea reguladora de una comunidad sin límites ni trabas puede ser algo más que una utopía desangrada. Hay que ir quizá más lejos: ¿una comunicación sin límites ni trabas sería aún una comunicación si allí estuviera excluido el conflicto de opiniones? Para decirlo de otro modo, la idea reguladora de Habermas necesita de un esquematismo que encuentra en las experiencias de poder que hemos interpretado como huellas históricas de lo olvidado que somos.
En el fondo, Arendt y Habermas no hablan de la misma cosa. Cuando Arendt habla de opinión, habla de la lexis de la práctica política. Ella no caracteriza el nivel de saber de su propio discurso, lo que podemos legítimamente reprocharle por no hacer. Cuando Habermas habla de opinión, él entiende un grado epistémico inadecuado para la ciencia crítica, la cual, en virtud de su status trascendental, es autorreferencial. Pero aquello que suscita la más viva desconfianza en Arendt es precisamente la pretensión científica de una crítica que se creería superior a la práctica, es decir finalmente, al intercambio público de opiniones. Es en este punto donde el debate Arendt/Habermas –debate entre discurso práctico y discurso crítico- puede ser seguido de manera fructuosa, porque es menos antagónico.
Dejemos este debate en este punto de incertidumbre para volvernos hacia el segundo concepto que nuestra revisión de conceptos de base del pensamiento político de Arendt ha dejado deliberadamente de lado, el de autoridad. ¿Qué relación tiene con el de poder? ¿Cómo viene a terciar entre poder y violencia? ¿Qué luz arroja entre nuestra hipótesis de trabajo sobre el poder como lo olvidado presente de la acción política sobre las relaciones complejas entre poder y autoridad, incluso sobre las ambigüedades de la posición de Arendt en lo que concierne a la autoridad? En el ensayo “Sobre la violencia”, la autoridad figura entre los conceptos clave examinados: “La Autoridad, palabra relativa al más esquivo de estos fenómenos y, por eso, como término, el más frecuentemente confundido, puede ser atribuida a las personas –existe algo como autoridad personal, por ejemplo, en la relación entre padre e hijo, entre profesor y alumno- o a las entidades como, por ejemplo, al Senado romano (auctoritas in senatu) o a las entidades jerárquicas de la Iglesia (un sacerdote puede otorgar una absolución válida aunque esté borracho). Su característica es el indiscutible reconocimiento por aquellos a quienes se les pide obedecer; no precisa ni de la coacción ni de la persuasión (...) Permanecer investido de la autoridad exige respeto para la persona o para la entidad. El mayor enemigo de la autoridad es, por eso, el desprecio y el más seguro medio de minarla es la risa” (p. 147-148). Al leer estas líneas, la autoridad parece ligada a la dominación más que al poder. Pero el correctivo del reconocimiento y del respeto, con la exclusión de la obligación y la persuasión, reconduce a la autoridad del lado del poder. Es precisamente esta incertidumbre del lugar exacto de la autoridad en la red conceptual la que intriga. Leemos en efecto un poco más adelante lo que sigue: “Así el poder institucionalizado en comunidades organizadas aparece a menudo bajo la apariencia de autoridad, exigiendo un reconocimiento instantáneo e indiscutible; ninguna sociedad podría funcionar sin él” (p. 148). Hemos leído bien: la máscara de la autoridad; ¿se trata ahí de una de estas pantallas que impiden descifrar la naturaleza verdadera del poder? La relación es más complicada. Como lo atesta el ensayo “¿Qué es la autoridad?” en Between Past and Future (traducción francesa La crise de la culture). Se trata de una cosa distinta de aquello que hemos llamado índice o huella, pantalla o disimulación, sino más bien de un complemento devenido para nosotros en algo faltante, en un sucedáneo, para decirlo brevemente, indispensable e imposible a la vez.
La primera declaración que leemos en este artículo es en efecto bastante desconcertante. Hay que, dice Arendt, interrogarse no sobre aquello que es la autoridad, sino sobre lo que fue, porque ella se ha esfumado –has vanished- del mundo moderno al mismo tiempo que la masa de experiencias comunes a todos, experiencias auténticas e indiscutibles. ¿Qué es lo que así ha desaparecido y qué significa este vacío?
Lo que ha desaparecido es la trilogía religión, tradición, autoridad de la cual se dice que la autoridad constituye el elemento más estable, ya que representa la permanencia, la duración o, podríamos decir, la resistencia. Ahora, ¿dónde ha reinado esta trilogía? Pues claro, no entre los griegos sino en Roma. La autoridad es una idea romana. Este punto llama un poco la atención; en los parágrafos consagrados a los griegos, no se habla de la práctica política de los griegos, de su actuar, del poder efectivo que instituye a la polis, sino de la empresa de legitimación filosófica a través de Platón y Aristóteles, la cual, según Arendt, conduce a un fiasco completo. Hay de qué estar sorprendido a primera vista; pero, para Arendt, los filósofos han siempre fracasado porque no son parte de la práctica efectiva de los ciudadanos, pero han intentado aportar una justificación extrínseca a esa práctica. De donde la asombrosa declaración de que, en Platón, acreditado sin embargo de haber fundado la filosofía política, no encontramos más que una mediación sobre el conflicto entre la filosofía y la polis. ¿Por qué? Pues claro, porque la filosofía, al sustraer al hombre de la caverna, lo conduce hacia una esfera de Ideas inteligibles donde la coerción racional no tiene efecto sobre el gran número. Los filósofos comprenden las Ideas; la multitud, no. Entonces, ¿qué hay que hacer, cuando se es filósofo, para gobernar al común de la gente? Tres cosas:
1. Reformular la teoría de las Ideas en el vocabulario de la tiranía: bajo el rótulo del rey filósofo, las Ideas devienen medidas, con todas las implicaciones condenatorias y represivas inherentes (Hannah Arendt ve la confirmación de eso en el desplazamiento de la Idea no política de lo Bello hacia la Idea del Bien, la cual, para ella, no funciona sino dentro de un contexto esencialmente político, lo que es muy discutible).
2. Transferir a la esfera política modelos de dominación tomados de la esfera privada: figura del pastor, del piloto, del médico, del amo de casa.
3. Hacer un uso político de mitos con función disuasiva, esencialmente el mito de un infierno reservado a la expiación de los malos; para resumir, mitos que asignan una función política al miedo al más allá. El fracaso especulativo de Platón significa, si yo comprendo bien, que el concepto de autoridad está desde el comienzo mal fundado porque trasciende a la esfera terrenal del poder. Este fracaso es la mayor contribución de los griegos al concepto de autoridad; porque Aristóteles no parece haber tenido mejor éxito en fundar el concepto de autoridad: él ya no cree en las Ideas y todos sus modelos de dominación permanecen tomados de la esfera no política, principalmente aquel de la educación de los niños, por ende, según una relación esencialmente desigual, inapropiada para la comunidad de iguales.
Hay que tener presente este fracaso filosófico de los griegos, para medir en su valor justo el elogio expresado por los romanos. Son ellos quienes han pensado y actuado a la vez bajo el signo de la auctoritas. ¿Pero qué es lo que esto significa para ellos? La energía perdurante del acto de la fundación de la Ciudad: Ab Urbe condita. En esta energía del comienzo está contenida in nuce la cohesión de la trilogía autoridad-religión-tradición. Si la autoridad está en la fundación primera, la religión es la que allí une inmediatamente a través del lazo de la piedad, y la tradición, mediatamente a través de la transmisión de los Ancianos. El poder constrictor de la fundación es a la vez autoridad, tradición, religión. Aquello que es específico a la idea de autoridad es la aumentación (auctoritas viene en efecto de augere, aumentar) que el poder recibe de esta energía transmitida. Entonces, la diferencia entre poder y autoridad está a la vez nítida en su origen, enmascarada en la realidad; en su origen, el poder está en el pueblo, en consecuencia, hoy, actualmente, la autoridad, en el Senado; es decir, en los Ancianos quienes, porque son mayores, están más cerca de la fundación. Si tal es el modelo inicial de la autoridad, comprendemos de un solo golpe por qué ha ejercido tal influencia en la historia política de Occidente, pero también por qué estaba desde el origen condenada al eclipse, posteriormente a la decadencia, finalmente, a su desaparición.
En cuanto a la influencia, el modelo romano lo debe al relevo asegurado a la auctoritas romana por la Iglesia romana, entendamos no por la fe de la Iglesia que Hannah Arendt pone cuidadosamente entre paréntesis –la Buena Noticia con la cual su propio elogio de la natalidad guarda una afinidad discreta- sino precisamente la autoridad eclesiástica en la cual Arendt ve una amalgama particularmente eficaz entre la fe en la resurrección, la antigüedad romana de la fundación terrestre en un punto de la historia, y la autoridad trascendente de la Verdad y el Bien según un modelo platónico y neoplatónico. Sin olvidar la reconsideración del mito político del infierno destinado a hacer temblar a los malvados. Es entonces en tanto que romana que la Iglesia ha sido el relevo fundamental de la auctoritas.
Una vez hecha esta constatación, ¿qué concluir? Hay que confesar que las últimas páginas de “¿Qué es la autoridad?” son bastante ambiguas. Y voy a intentar decir por qué, en función de la interpretación que he propuesto del poder. Por una parte, se nos dice: la experiencia romana de la fundación parece haber estado enteramente perdida y olvidada, y, todas las veces que se ha querido restaurarla –salvo una excepción cercana que vamos a decir- ha sido bajo el signo de la violencia. Miren a Robespierre y el Terror, Lenin y el stalinismo. La conclusión esperada sería que hay que renunciar sin espíritu de retorno a la trinidad romana de la religión, de la tradición y de la autoridad. Y sin embargo, Arendt no se despide sin más de la noción de autoridad, como si “la experiencia romana de la fundación” (es su expresión, p. 136) no hubiera agotado la idea de autoridad y la misma constituye, de una manera que falta decir, un complemento necesario para la idea misma de poder. ¿Qué es lo que, a fin de cuentas, es esencial en la idea de autoridad? La de fundación. Es esta idea la que hay que confrontar con la de poder, y a su núcleo, la iniciativa. Nosotros leemos esto en efecto en las últimas páginas del ensayo (del cual no hay que subestimar el carácter interrogativo del título: “¿Qué es la autoridad?”): “Existe en nuestra historia política un tipo de acontecimientos para los cuales la noción de fundación (founding) es decisiva, y hay en nuestra historia del pensamiento un pensador político para quien el concepto de fundación es central, si no, predominante. Los acontecimientos son las revoluciones de la época moderna y el pensador es Maquiavelo quien aparece en el umbral de esta era, y quien, sin haber empleado él mismo la palabra, fue el primero en concebir una revolución” (p. 136). ¿Por qué la introducción de Maquiavelo en este momento del discurso que parecía ya un adiós a la idea misma de autoridad? ¿Y por qué ligar su nombre al de las revoluciones modernas? ¿Qué necesidad tienen las revoluciones modernas de la idea de autoridad? Creo que estas preguntas tienen una relación estrecha con el enigma del poder como experiencia subyacente ya siempre allí y siempre ya perdida.
Comencemos por Maquiavelo. Él es alabado, no por su elogio de la astucia, ni tampoco por su desprecio hacia las tradiciones, hacia todas las tradiciones, católicas y griegas, reinterpretadas por la Iglesia, sino porque él ha creído que era posible “repetir la experiencia romana a través de la fundación de una Italia unificada que devendría para la sociedad italiana en la misma piedra angular sagrada para un cuerpo político “eterno”, tal como la fundación de la ciudad eterna lo había sido para el pueblo itálico” (p. 138). Repetir la experiencia romana de fundación, ahí está lo esencial. Lamentablemente, Maquiavelo, antes que Robespierre, ha unido fundación y dictadura, por ende, violencia. ¿Por qué? Porque Maquiavelo y Robespierre han identificado fundación y fabricación: “hacer” una Italia unificada, “hacer” una República francesa. En ese sentido, su noción de autoridad ha contribuido a la confusión entre poder y violencia contra la cual, toda la teoría política de Arendt se pronuncia. Y sin embargo, ellos tenían razón en intentar repetir la fundación romana.
¿Por qué esta obstinación a apegarse todavía a la idea de autoridad? A mi entender, en razón misma del carácter evasivo del poder. He insistido más arriba en lo olvidado del presente. Habría que insistir también, como lo he hecho en un coloquio precedente, en el carácter frágil y cuasi evanescente de la acción y por ende, del poder. Ahora bien, se espera del político que asegure la duración y la solidez que le falta a la acción. Es por eso que siempre hay necesidad de un factor de legitimación que sea al mismo tiempo un factor de durabilidad. Es a esta doble necesidad a la que había respondido el modelo romano de la autoridad. Y esta doble necesidad no ha desaparecido con el hundimiento del modelo romano y de su relevo eclesiástico. Es por eso que Hannah Arendt, a último momento, se apega como a un salvavidas a la Revolución norteamericana, la única según ella que ha triunfado, porque “los padres fundadores, como continuamos de manera característica llamándolos, han fundado un cuerpo político enteramente nuevo, sin violencia y con la ayuda de una constitución” (p. 140). Y agrega, además de la relativa no violencia de la Revolución norteamericana: “puede también que los padres fundadores, al haber escapado al desarrollo europeo del Estado-Nación, hayan permanecido más cerca del espíritu romano original” (p. 140). Descubrimos aquí la utopía política de Arendt: una recuperación moderna de la experiencia romana de la fundación en el espíritu de Maquiavelo, pero sin Robespierre y el Terror, sin Lenin y el stalinismo, en resumen, sin la recaída en la violencia. Y comprendemos, en el sistema de pensamiento de Arendt, la necesidad de esta utopía. Poder y fundación son igualmente necesarios para la constitución de la política, pero no pueden coincidir. El poder es volátil; la fundación es la única que puede volverla durable; como la acción es más frágil que la obra, el poder del cual aquella emana tiene siempre la necesidad de ser aumentado por algún equivalente de la experiencia romana de la fundación. Pero a lo mejor esa necesidad ya no puede ser satisfecha: es eso lo que parecen decir las últimas líneas del ensayo: “Porque vivir en un reino político privado a la vez de autoridad y de la conciencia concomitante en la fuente de la autoridad trascendente en relación al poder como a quienes lo ejercen, eso quiere decir estar confrontado de nuevo, sin la confianza religiosa en un comienzo sagrado y sin la protección de patrones de conducta tradicionales y por ende evidentes por sí a los problemas elementales del vivir juntos humano” (p. 141). Si comprendo bien, eso quiere decir ser reenviados a un poder que no tendría más autoridad que aquella que le confiere el consentimiento instaurador del vivir juntos. Está allí ciertamente uno de los declives del texto de Hannah Arendt sobre la autoridad. De este modo aquella parece anticipar la interpretación que Claude Lefort propone de la democracia, a saber: un régimen consciente del vacío de su fundación y por ende condenado por este vacío al riesgo de la deliberación, al tratamiento negociado de los conflictos. Pero no creo que Arendt consienta en llegar hasta ahí: ella ha insistido demasiado en la fragilidad del poder y del consentimiento siempre llamado a rehacerse sobre el que reposa para no quedar atrapada en la búsqueda de una fundación distinta a ese consentimiento, de una fundación que “aumente” y así autorice este consentimiento.
Arendt cae ahí bajo la segunda acusación articulada contra ella por Habermas: luego de ver puesta la opinión en el lugar de la verdad, ¿no pone la tradición en la fuente de la legitimidad? Honestamente, yo no lo creo. No podemos hablar en Arendt de una autoridad de la tradición, sino de una tradición de la autoridad. No hago aquí ningún juego de palabras. No es más que en un pensamiento político que opone crítica a práctica donde hay un problema específico de verdad frente al cual la autoridad de la tradición es unívocamente el enemigo. Desde este punto de vista, Habermas se equivoca de adversario: él se dirige a Leo Strauss o a Gadamer, no a Arendt. En efecto, en un pensamiento para el cual la práctica política y la gestión de opiniones detentan la última palabra, hay un problema de la tradición de la autoridad, es decir la búsqueda para el poder, tan frágil y volátil, de un equivalente, para cada época, de la experiencia romana de la fundación. Porque no hay consentimiento sin fundación, la fundación no debe paradójicamente hacerse sino repetirse. ¿Hay una solución para esta paradoja? Veamos, para mí, qué dirección toma Arendt en esta búsqueda. Solamente tienen una chance de tener éxito, es decir, de instituir un régimen durable, las revoluciones que logran autorizarse desde fundaciones anteriores, y todas las revoluciones autorizándose así mutuamente, aumentan la ambición fundadora de las otras. Es en este sentido que hay una tradición de la autoridad. Es la ley del precedente en la cadena de las erupciones de poder. ¿Existe un régimen que no se apoye en algún acto revolucionario anterior que le valga de fundación? Es, en mi opinión, en esa relación entre fundación e innovación donde reside un enigma bastante mayor que el de la relación entre poder y violencia, del cual nosotros hemos partido, - un enigma que a lo mejor incluye aquel menos tratable, que tanto tiempo nos ha ocupado. Este enigma, ¿lo hemos resuelto nosotros, nosotros que vamos el año que viene a conmemorar la Revolución Francesa? ¿Escaparemos a la pregunta de saber qué aumento (augmentation) aquella da todavía a la acción política de hoy, y en qué aumento la misma se apoya a su vez?
Lo olvidado de la política se escindiría siempre en dos, lo olvidado de aquello que nosotros somos por el solo hecho de actuar juntos –aunque más no fuera sobre el modo polémico-, y lo olvidado de aquello que hemos sido a través de la fuerza de una fundación anterior, siempre presupuesta y que a lo mejor jamas pueda encontrarse...
Porque, detrás de Roma estaba Troya, figurada por Eneas llevando a sus espaldas a su padre Anquises. ¿Y debajo de Troya, cuántas fundaciones enterradas?


Paul Ricoeur

[1] “On Violence”, Crises of the Republic, trad. Fr. M.V., p. 211-217. Se cita según “Sobre la Violencia”, Crisis de la República, Madrid, Taurus, 1999. Versión española de Guillermo Solana (N. del T.)
[2] Ricoeur utiliza el término francés consentement, que emplea para traducir la voz inglesa consent, que podría traducirse como consentimiento en vez de asentimiento. (N. de T.)
[3] André Énegren, La pensée politique de Hannah Arendt, París, (P.U.F.), 1984
[4] The Human Condition, trad. fr. con el título La condition de l´homme moderne.

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