Textos Complementarios- Nietzsche
Crepúsculo de los ídolos, Alianza Editorial, trad, Andrés Sánchez Pascual
1. Cómo el “mundo verdadero” acabó convirtiéndose en una fábula
Historia de un error
1. El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso, -él vive en ese mundo, es este mundo.
(La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, simple, convincente. Transcripción de la tesis «yo, Platón, soy la verdad»).
2. El mundo verdadero, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso («al pecador que hace penitencia»).
(Progreso de la Idea: ésta se vuelve más sutil, más capciosa, más inaprensible, -se convierte en una mujer, se hace cristiana...).
3. El mundo verdadero, inasequible, indemostrable, imprometible, pero ya en cuanto pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo.
(En el fondo, el viejo sol, pero visto a través de la niebla y el escepticismo; la Idea, sublimizada, pálida, nórdica, königsburguense).
4. El mundo verdadero -¿inasequible? En todo caso, inalcanzado. Y en cuanto inalcanzado, también desconocido. Por consiguiente, tampoco consolador, redentor, obligante: ¿a qué podría obligarnos algo desconocido?
(Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo).
5. El «mundo verdadero» -una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga, -una Idea que se ha vuelto inútil, superflua, por consiguiente una Idea refutada: ¡eliminémosla!
(Día claro; desayuno; retorno del bon sens y de la jovialidad; rubor avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres)
6. Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿Acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!
(Mediodía; instante de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA).
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2. La razón en filosofía
1.
¿Me pregunta usted qué cosas son idiosincrasia en los filósofos?… Por ejemplo, su falta de sentido histórico, su odio a la noción misma de devenir, su egipticismo. Ellos creen otorgar un honor a una cosa cuando la deshistorizan, sub specie aeterni, —cuando hacen de ella una momia. Todo lo que los filósofos han venido manejando desde hace milenios fueron momias conceptuales; de sus manos no salió vivo nada real. Matan, rellenan de paja, esos señores idólatras de los conceptos, cuando adoran, —se vuelven mortalmente peligrosos para todo, cuando adoran. La muerte, el cambio, la vejez, así como la procreación y el crecimiento son para ellos objeciones, —incluso refutaciones. Lo que es no deviene; lo que deviene no es… Ahora bien, todos ellos creen, incluso con desesperación, en lo que es. Mas como no pueden apoderarse de ello, buscan razones de por qué se les retiene. “Tiene que haber una ilusión, un engaño en el hecho de que no percibamos lo que es: ¿dónde se esconde el engañador? —”Lo tenemos, gritan dichosos, ¡es la sensibilidad! Estos sentidos, que también en otros aspectos son tan inmorales, nos engañan acerca del mundo verdadero. Moraleja: deshacerse del engaño de los sentidos, del devenir, de la historia [Historie], de la mentira, —la historia no es más que fe en los sentidos, fe en la mentira. Moraleja: decir no a todo lo que otorga fe a los sentidos, a todo el resto de la humanidad: todo él es “pueblo”. ¡Ser filósofo, ser momia, representar el monótono-teísmo con una mímica de sepulturero! — ¡Y, sobre todo, fuera el cuerpo, esa lamentable idée fixe de los sentidos!, ¡sujeto a todos los errores de la lógica que existen, refutado, incluso imposible, aun cuando es lo bastante insolente para comportarse como si fuera real!…”.
2.
Pongo a un lado, con gran reverencia, el nombre de Heráclito. Mientras que el resto del pueblo de los filósofos rechazaba el testimonio de los sentidos porque éstos mostraban pluralidad y modificación, él rechazó su testimonio porque mostraban las cosas como si tuviesen duración y unidad. También Heráclito fue injusto con los sentidos. Estos no mienten ni del modo como creen los eleatas ni del modo como creía él, —no mienten de ninguna manera. Lo que nosotros hacemos de su testimonio, eso es lo que introduce la mentira, por ejemplo la mentira de la unidad, la mentira de la coseidad, de la sustancia, de la duración… La “razón” es la causa de que nosotros falseemos el testimonio de los sentidos. Mostrando el devenir, el perecer, el cambio, los sentidos no mienten… Pero Heráclito tendrá eternamente razón al decir que el ser es una ficción vacía. El mundo “aparente” es el único: el “mundo verdadero” no es más que un añadido mentiroso…
3.
—¡Y qué sutiles instrumentos de observación tenemos en nuestros sentidos! Esa nariz, por ejemplo, de la que ningún filósofo ha hablado todavía con veneración y gratitud, es hasta este momento incluso el más delicado de los instrumentos que están a nuestra disposición: es capaz de registrar incluso diferencias mínimas de movimiento que ni siquiera el espectroscopio registra. Hoy nosotros poseemos ciencia exactamente en la medida en que nos hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos, —en que hemos aprendido a seguir aguzándolos, armándolos, pensándolos hasta el final. El resto es un aborto y todavía-no-ciencia: quiero decir, metafísica, teología, psicología, teoría del conocimiento. O ciencia formal, teoría de los signos: como la lógica, y esa lógica aplicada, la matemática. En ellas la realidad no llega a aparecer, ni siquiera como problema; y también como la cuestión de qué valor tiene en general ese convencionalismo de signos que es la lógica. —
4.
La otra idiosincrasia de los filósofos no es menos peligrosa: consiste en confundir lo último y lo primero. Ponen al comienzo, como comienzo, lo que viene al final —¡por desgracia!, ¡pues no debería siquiera venir! —los “conceptos supremos”, es decir, los conceptos más generales, los más vacíos, el último humo de la realidad que se evapora. Esto es, una vez más, sólo expresión de su modo de venerar: a lo superior no le es lícito provenir de lo inferior, no le es lícito provenir de nada… Moraleja: todo lo que es de primer rango tiene que ser causa sui . El proceder de algo distinto es considerado como una objeción, como algo que pone en entredicho el valor. Todos los valores supremos son de primer rango, ninguno de los conceptos supremos, lo existente, lo incondicionado, lo bueno, lo verdadero, lo perfecto —ninguno de ellos puede haber devenido, por consiguiente tiene que ser causa sui. Mas ninguna de esas cosas puede ser tampoco desigual una de otra, no puede estar en contradicción consigo misma… Con esto tienen los filósofos su estupendo concepto “Dios”… Lo último, lo más tenue, lo más vacío es puesto como lo primero, como causa en sí, como ens realissimum… ¡Que la humanidad haya tenido que tomar en serio las dolencias cerebrales de unos enfermos tejedores de telarañas!— ¡Y lo ha pagado caro!…
5.
—Contrapongamos a esto, por fin, el modo tan distinto como nosotros (—digo nosotros por cortesía…) vemos el problema del error y de la apariencia. En otro tiempo se tomaba la modificación, el cambio, el devenir en general como prueba de apariencia, como signo de que ahí tiene que haber algo que nos induce a error. Hoy, a la inversa, en la exacta medida en que el prejuicio de la razón nos fuerza a asignar unidad, identidad, duración, sustancia, causa, coseidad, ser, nos vemos en cierto modo cogidos en el error, necesitados al error; aun cuando, basándonos en una verificación rigurosa, dentro de nosotros estemos muy seguros de que es ahí donde está el error. Ocurre con esto lo mismo que con los movimientos de una gran constelación: en éstos el error tiene como abogado permanente a nuestro ojo, allí a nuestro lenguaje. Por su génesis el lenguaje pertenece a la época de la forma más rudimentaria de psicología: penetramos en un fetichismo grosero cuando adquirimos consciencia de los presupuestos básicos de la metafísica del lenguaje, dicho con claridad: de la razón. Ese fetichismo ve en todas partes agentes y acciones: cree que la voluntad es la causa en general; cree en el “yo”, cree que el yo es un ser, que el yo es una sustancia, y proyecta sobre todas las cosas la creencia en la sustancia-yo —así es como crea el concepto “cosa”… El ser es añadido con el pensamiento, es introducido subrepticiamente en todas partes como causa; del concepto “yo” es del que se sigue, como derivado, el concepto “ser”… Al comienzo está ese grande y funesto error de que la voluntad es algo que produce efectos,—de que la voluntad es una facultad… Hoy sabemos que no es más que una palabra… Mucho más tarde, en un mundo mil veces más ilustrado, llegó a la consciencia de los filósofos, para su sorpresa, la seguridad, la certeza subjetiva en el manejo de las categorías de la razón: ellos sacaron la conclusión de que esas categorías no podían proceder de la empiria, —la empiria entera, decían, está, en efecto, en contradicción con ellas. ¿De dónde proceden, pues? —Y tanto en India como en Grecia se cometió el mismo error: “nosotros tenemos que haber habitado ya alguna vez en un mundo más alto (—en lugar de en un mundo mucho más bajo: ¡lo cual habría sido la verdad!), nosotros tenemos que haber sido divinos, ¡pues poseemos la razón!”… De hecho, hasta ahora nada ha tenido una fuerza persuasiva más ingenua que el error acerca del ser, tal como fue formulado, por ejemplo, por los eleatas: ¡ese error tiene en favor suyo, en efecto, cada palabra, cada frase que nosotros pronunciamos! —También los adversarios de los eleatas sucumbieron a la seducción de su concepto de ser: entre otros Demócrito, cuando inventó su átomo… La “razón” en el lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra engañadora! Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática…
6.
Se me estará agradecido si condenso un conocimiento tan esencial, tan nuevo, en cuatro tesis: así facilito la comprensión, así provoco la contradicción.
Primera tesis. Las razones por las que “este” mundo ha sido calificado de aparente fundamentan, antes bien, su realidad,— otra especie distinta de realidad es absolutamente indemostrable.
Segunda tesis. Los signos distintivos que han sido asignados al “ser verdadero” de las cosas son los signos distintivos del no-ser, de la nada, — a base de ponerlo en contradicción con el mundo real es como se ha construido el “mundo verdadero”: un mundo aparente de hecho, en cuanto es meramente una ilusión óptico-moral.
Tercera tesis. Inventar fábulas acerca de “otro” mundo distinto de éste no tiene sentido, presuponiendo que no domine en nosotros un instinto de calumnia, de empequeñecimiento, de recelo frente a la vida: en este último caso tomamos venganza de la vida con las fantasmagoría de “otra” vida distinta de ésta, “mejor” que ésta.
Cuarta tesis. Dividir el mundo en un mundo “verdadero” y en un mundo “aparente”, ya sea al modo del cristianismo, ya sea al modo de Kant (en última instancia, un cristiano alevoso), es únicamente una sugestión de la décadence, — un síntoma de vida descendente… El hecho de que el artista estime más la apariencia que la realidad no constituye una objeción contra esta tesis. Pues “la apariencia” significa aquí la realidad una vez más, sólo que seleccionada, reforzada, corregida… El artista trágico no es un pesimista, — dice precisamente sí incluso a todo lo problemático y terrible, es dionisíaco…
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La Ciencia Jovial, Caracas, Monte Ávila, 1999. Trad. José Jara
§ 125. EL HOMBRE FRENÉTICO
¿No habéis oído hablar de aquel hombre frenético que en la claridad del mediodía prendió una lámpara, corrió al mercado y gritaba sin cesar: «¡ Busco a Dios, busco a Dios!»? Puesto que allí estaban reunidos muchos que precisamente no creían en Dios, provocó una gran carcajada. «¿Es que se ha perdido?», dijo uno. «¿Se ha extraviado como un niño?», dijo otro. «¿O es que se mantiene escondido? ¿Tiene temor de nosotros? ¿Se ha embarcado en un navío? ¿Ha emigrado?» -así gritaban y reían confusamente. El hombre frenético saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. «¿A dónde ha ido Dios?», gritó, «¡yo os lo voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado -vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! ¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo fuimos capaces de beber el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos esta tierra de su sol? ¿Hacía dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos continuamente? ¿Y hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay aún un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos sofoca el espacio vacío? ¿No se ha vuelto todo más frío? ¿No llega continuamente la noche y más noche? ¿No habrán de ser encendidas lámparas a mediodía? ¿No escuchamos aún nada del ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No olemos aún nada de la descomposición divina? -también los dioses se descomponen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!"'. ¿Cómo nos consolamos los asesinos de todos los asesinos? Lo más sagrado y lo más poderoso que hasta ahora poseía el mundo, sangra bajo nuestros cuchillos -¿quién nos lavará esta sangre? ¿Con qué agua podremos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de convertimos nosotros mismos en dioses, sólo para aparecer dignos ante ellos? ¡Nunca hubo un hecho más grande -y quienquiera nazca después de nosotros, pertenece por la voluntad de este hecho a una historia más alta que todas las historias habidas hasta ahora!».
Aquí calló el hombre frenético y miró nuevamente a sus oyentes: también éstos callaron y lo miraron extrañados. Finalmente lanzó él su lámpara al suelo, que saltó en pedazos y se apagó. «Llego muy temprano», dijo luego, «todavía no estoy a tiempo. Este acontecimiento inaudito aún está en camino y peregrina -aún no se ha adentrado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz de las estrellas necesita tiempo, los hechos necesitan tiempo, aun después de que han sido hechos, para ser vistos y escuchados. Este hecho les es todavía más lejano que la más lejana estrella -¡y sin embargo, ellos mismos lo han hecho! »
Se cuenta que aquel mismo día el hombre frenético irrumpió en diferentes iglesias y entonó su Réquiem aeternam Deo [Descanso eterno para Dios]. Sacado de ellas e impelido a hablar, sólo respondió una y otra vez: « ¿Qué son estas iglesias, si no son las criptas y los mausoleos de Dios?»
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§ 354. Acerca del “genio de la especie”
El problema de la conciencia (más correctamente: del llegar a ser consciente-de-sí-mismo) sólo se presenta ante nosotros cuando comenzamos a entender hasta qué punto podríamos prescindir de ella: y la fisiología y la historia de los animales nos colocan hoy ante este comienzo de tal entender (las que, por tanto han necesitado de dos siglos para resarcirse de la suspicacia de Leibniz, que les precedió). Pues nosotros podríamos pensar, sentir, querer, recordar, podríamos igualmente «actuar», en todos el sentido de la palabra, y sin embargo, nada de eso necesita «entrar en nuestra conciencia» (como se dice metafóricamente). La vida entera sería posible sin que, por así decirlo, se viese en el espejo: tal como de hecho aún hoy se desarrolla en nosotros, sin este reflejo especular, la parte más ampliamente predominante de esta vida —y en efecto, también sucede así con nuestra vida pensante, sintiente, volente, por más ofensivo que esto pueda sonar a un filósofo antiguo ¿Para qué, en general, la conciencia, cuando es superflua en lo principal?
Ahora bien, si se quiere prestar oído a mi respuesta para esta pregunta y a su tal vez extravagante suposición, me parece que la sutileza y la fuerza de la conciencia siempre está relacionada con la capacidad de comunicación de un hombre (o de un animal), y que a su vez la capacidad de comunicación está relacionada con la menesterosidad de comunicación: sin que se entienda esta última como si precisamente el individuo mismo, quien es, en efecto, un maestro en la comunicación y en el dar a entender lo que ha menester, a la vez tuviese también que ser dependiente de los otros la mayoría de las veces a propósito de lo que ha menester. Pero sí me parece que así es como sucede con respecto a razas enteras y a cadenas de generaciones: en donde lo que se ha menester, la penuria, ha obligado por mucho tiempo a los hombres a comunicarse, a entenderse rápida y sutilmente a unos frente a los otros, allí surge por fin un excedente de esta fuerza y arte de la comunicación, por así decirlo, una capacidad que se ha acumulado paulatinamente y que ahora espera por un heredero que la reparta con derroche (—los así llamados artistas son estos herederos, de la misma manera que los oradores, predicadores, escritores, todos los cuales son hombres que siempre llegan al final de una larga cadena, los que en cada caso “han nacido tardíamente”, en el mejor sentido de la palabra, y que, como he dicho, de acuerdo a su esencia, son derrochadores). Si se acepta esta observación como correcta, entonces puedo avanzar hacia la suposición de que la conciencia, en general sólo se ha desarrollado bajo la presión de la menesterosidad de la comunicación— que desde un comienzo sólo entre el hombre y el hombre fue necesaria, útil (en especial entre los que mandan y los que obedecen), y que además sólo se desarrolló en relación con el grado de esta utilidad. La conciencia es, propiamente, sólo una red de conexiones entre el hombre y el hombre —sólo en cuanto tal ha tenido que desarrollarse: el hombre solitario y que vivía como animal de presa no habría habido menester de ella. Que a nosotros mismo nos lleguen a la conciencia nuestras acciones, pensamientos, sentimientos, movimientos —por lo menos una parte de ellos—, esa es la consecuencia de una terrible y larga «exigencia» que ha imperado sobre el hombre: en tanto es el animal en mayor peligro, requirió ayuda, protección, requirió a sus semejantes, tuvo que expresar su penuria, saber que se hacía comprender a sí mismo— y para todo esto necesitaba, en primer término, la «conciencia», por consiguiente «saber» él mismo lo que le falta, «saber» cómo se siente, «saber» lo que piensa. Pues, para decirlo una vez más: el hombre, como toda criatura viviente, piensa continuamente pero no lo sabe; el pensar que se hace consciente sólo es la parte más pequeña de él, digamos: la parte más superficial, la peor —pues sólo este pensar consciente acontece en palabras, es decir, en signos de comunicación, con lo cual se descubre la procedencia misma de la conciencia. Dicho brevemente, el desarrollo del lenguaje y el desarrollo de la conciencia (no de la razón, sino exclusivamente del llegar-a-ser-consciente-de-sí-misma de la razón) van tomados de la mano. Agréguese a esto que no sólo el lenguaje sirve de puente entre los hombres, sino también la mirada, el énfasis, los gestos; el llegar a ser conscientes de nuestras impresiones sensoriales en nosotros mismos, la fuerza para poder fijarlas y, por así decirlo, para ponerlas fuera de nosotros, aumentó en la medida en que creció al apremio de transmitirlas a otros mediante signos. El hombre inventor de signos es a la vez el hombre cada vez más agudamente conciente de sí mismo; sólo como animal social aprendió el hombre a ser consciente de sí mismo —él todavía hace eso, lo hace cada vez más.
Como se ve, mi pensamiento es que: la conciencia no pertenece propiamente a la existencia individual del hombre, sino más bien a lo que en él es naturaleza comunitaria y de rebaño; que, como se desprende de allí, sólo se desarrolla sutilmente en relación con la utilidad de la comunidad y del rebaño, y que, por consiguiente, el comprenderse, cada uno de nosotros a sí mismo tan individualmente como sea posible, el «conocerse a sí mismos», y aun cuando se disponga de la mejor voluntad, siempre traerá a la conciencia sólo lo que en sí mismo es no-individual, su «promedio» —que nuestro pensamiento mismo recibe continuamente, por así decirlo, la mayoría de votos a través del carácter de la conciencia —a través del «genio de la especie» que manda en él— y que es retraducido de acuerdo con la perspectiva del rebaño. No cabe duda de que, en lo fundamental, todas nuestras acciones son incomparablemente personales, singulares, ilimitadamente individuales; pero tan pronto las traducimos a la conciencia, parecen dejar de serlo… Este es el genuino fenomenalismo y perspectivismo, tal como yo lo entiendo: la naturaleza de la conciencia animal implica que el mundo, del cual podemos llegar a ser conscientes, sólo es un mundo de superficies y de signos, un mundo generalizado y hecho común —que todo lo que llega a ser consciente, precisamente por eso llega a ser llano, delgado, relativamente tonto, general, signo, señal de rebaño; que con todo llegar a ser consciente está enlazada una gran y fundamental corrupción, falsificación, superficialización y generalización. Por último, la conciencia creciente es un peligro; y quien vive entre los europeos más conscientes, sabe incluso que ella es una enfermedad. Como se adivina, no es la oposición del sujeto y del objeto lo que aquí me importa: esta distinción se la dejo a los teóricos del conocimiento que han quedado atrapados en los nudos corredizos de la gramática (de la metafísica del pueblo). Y en verdad, tampoco es la oposición de la «cosa en sí» y el fenómeno: pues estamos lejos de «conocer» lo suficiente como para tan siquiera distinguir de ese modo. No tenemos, en efecto, ningún órgano para conocer, para la «verdad»: «sabemos» (o creemos o nos imaginamos) precisamente tanto como pueda ser útil al interés del rebaño humano, de la especie: e incluso, lo que aquí se llama «utilidad», por último, sólo es una carencia, algo imaginado y, tal vez, justamente aquella fatalísima estupidez por la que algún día pereceremos.
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Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza Editorial, trad. A. Sánchez Pascual
De las tres transformaciones
Tres transformaciones del espíritu os menciono: cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño.
Hay muchas cosas pesadas para el espíritu, para el espíritu fuerte, paciente, en el que habita la veneración: su fortaleza demanda cosas pesadas, e incluso las más pesadas de todas.
¿Qué es pesado? Así pregunta el espíritu paciente, y se arrodilla, igual que el camello, y quiere que se le cargue bien.
¿Qué es lo más pesado, héroes? Así pregunta el espíritu paciente, para que yo cargue con ello y mi fortaleza se regocije.
¿Acaso no es: humillarse para hacer daño a la propia soberbia? ¿Hacer brillar la propia tontería para burlarse de la propia sabiduría?
¿O acaso es: apartarnos de nuestra causa cuando ella celebra su victoria? ¿Subir a las altas montañas para tentar al tentador?
¿O acaso es: alimentarse de las bellotas y de la hierba del conocimiento y sufrir hambre en el alma por amor a la verdad?
¿O acaso es: estar enfermo y enviar a paseo a los consoladores, y hacer amistad con sordos que nunca oyen lo que tú quieres?
¿O acaso es: sumergirse en agua sucia cuando ella es el agua de la verdad, y no apartar de sí las frías ranas y los calientes sapos?
¿O acaso es: amar a quienes nos desprecian y tender la mano al fantasma cuando quiere causarnos miedo?
Con todas estas cosas, las más pesadas de todas, carga el espíritu paciente: semejante al camello que corre al desierto con su carga, así corre él a su desierto.
Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu, quiere conquistar su libertad como se conquista una presa, y ser señor en su propio desierto.
Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la victoria.
¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando señor ni dios? "Tú debes" se llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice "yo quiero".
"Tú debes" le cierra el paso, brilla como el oro, es un animal escamoso, y en cada una de sus escamas brilla áureamente el "¡Tú debes!"
Valores milenarios brillan en esas escamas, y el más poderoso de todos los dragones habla asÍ: "todos los valores de las cosas —brillan en mí".
"Todos los valores han sido ya creados, y yo soy —todos los valores creados. ¡En verdad, no debe seguir habiendo ningún 'Yo quiero'". Así habla el dragón.
Hermanos míos, ¿para qué se precisa que haya el león en el espíritu? ¿Por qué no basta la bestia de carga, que renuncia a todo y es respetuosa?
Crear valores nuevos —tampoco el león es aún capaz de hacerlo: mas crearse libertad para un nuevo crear—eso sí es capaz de hacerlo el poder del león.
Crearse libertad y un no santo, incluso frente al deber: para ello, hermanos míos, es preciso el león.
Tomarse el derecho de nuevos valores —ése es el tomar más horrible para un espíritu paciente y respetuoso. En verdad, eso es para él robar, y cosa propia de un animal de rapiña.
En otro tiempo, es espíritu amó el "tú debes" como su cosa más santa: ahora tiene que encontrar ilusión y capricho incluso en lo más santo, de modo que robe el quedar libre de su amor: para ese robo se precisa el león.
Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacerlo? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño?
Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.
Sí, hermanos míos, para el juego de crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo.
Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: cómo el espíritu se convirtió en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño.
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De los despreciadores del cuerpo
A los despreciadores del cuerpo quiero decirles mi palabra. No deben aprender ni enseñar otras doctrinas, sino tan sólo decir adiós a su propio cuerpo - y así enmudecer.
«Cuerpo soy yo y alma» - así hablaba el niño. ¿Y por qué no hablar como los niños?
Pero el despierto, el sapiente, dice: cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo.
El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor.
Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, a la que llamas «espíritu», un pequeño instrumento y un pequeño juguete de tu gran razón.
Dices «yo» y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa más grande aún, en la que tú no quieres creer, - tu cuerpo y su gran razón: ésa no dice yo, pero hace yo.
Lo que el sentido siente, lo que el espíritu conoce, eso nunca tiene dentro de sí su término. Pero sentido y espíritu querrían persuadirte de que ellos son el término de todas las cosas: tan vanidosos son.
Instrumentos y juguetes son el sentido y el espíritu: tras ellos se encuentra todavía el si-mismo. El sí-mismo busca también con los ojos de los sentidos, escucha también con los oídos del espíritu.
El sí-mismo escucha siempre y busca siempre: compara, subyuga, conquista, destruye. El domina y es también el dominador del yo.
Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido - llamase sí-mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo.
Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría. ¿Y quién sabe para qué necesita tu cuerpo precisamente tu mejor sabiduría?
Tu sí-mismo se ríe de tu yo y de sus orgullosos saltos. «¿Qué son para mí esos saltos y esos vuelos del pensamiento? se dice. Un rodeo hacia mi meta. Yo soy las andaderas del yo y el apuntador de sus conceptos».
El sí-mismo dice al yo: « ¡siente dolor aquí! » Y el yo sufre y reflexiona sobre cómo dejar de sufrir - y justo para ello debe pensar.
El sí-mismo dice al yo: « ¡siente placer aquí!» Y el yo se alegra y reflexiona sobre cómo seguir gozando a menudo - y justo para ello debe pensar.
A los despreciadores del cuerpo quiero decirles una palabra. Su despreciar constituye su apreciar. ¿Qué es lo que creó el apreciar y el despreciar, y el valor y la voluntad?
El sí-mismo creador se creó para sí el apreciar y el despreciar, se creó para sí el placer y el dolor. El cuerpo creador se creó para sí el espíritu como una -mano de su voluntad.
Incluso en vuestra tontería y en vuestro desprecio, despreciadores del cuerpo, servís a vuestro sí-mismo. Yo os digo: también vuestro sí-mismo quiere morir y se aparta de la vida.
Ya no es capaz de hacer lo que más quiere: -crear por encima de sí. Eso es lo que más quiere, ese es todo su ardiente deseo.
Para hacer esto, sin embargo, es ya demasiado tarde para él: - por ello vuestro sí-mismo quiere hundirse en su ocaso, despreciadores del cuerpo.
¡Hundirse en su ocaso quiere vuestro sí-mismo, y por ello os convertisteis vosotros en despreciadores del cuerpo! Pues ya no sois capaces de crear por encima de vosotros.
Y por eso os enojáis ahora contra la vida y contra la tierra. Una inconsciente envidia hay en la oblicua mirada de vuestro desprecio.
¡Yo no voy por vuestro camino, depredadores del cuerpo! ¡Vosotros no sois para mí puentes hacía el superhombre! -
Así habló Zaratustra
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Fragmentos póstumos, Bogotá, Ed. Norma, trad. G. Meléndez Acuña.
5 [71] El nihilismo europeo
LENZER HEIDE
10 de junio de 1887
1
¿Qué ventajas ofrecía la hipótesis moral cristiana?
1) ella le concedió al hombre un valor absoluto en contraposición con su pequeñez y accidentalidad en la corriente del devenir y del perecer
2) sirvió a los abogados de Dios por cuanto dejó al mundo el carácter de la perfección a pesar del sufrimiento y del mal -incluida aquella “libertad”- el mal apareció lleno de sentido.
3) ella postula para el hombre un saber de valores absolutos y de esta forma le otorgó un conocimiento adecuado justamente para lo más importante.
Previno que el hombre se despreciara como hombre que tomara partido contra la vida, que desesperara del conocer: fue un medio de conservación. En suma la moral fue el mayor antídoto contra el nihilismo práctico y teórico.
2
Pero entre las fuerzas que la moral desarrolló estaba la veracidad: ésta se vuelve finalmente contra la moral misma, descubre su teleología, su contemplación interesada -y ahora es el reconocimiento de esta mendacidad, convertida por mucho tiempo en segunda naturaleza, y que no se acierta a desechar sin desesperar, lo que obra justamente como estimulante. Hacia el nihilismo. Constatamos ahora en nosotros la presencia de necesidades implantadas por la larga interpretación moral, y que no se nos aparecen como necesidades de lo no-verdadero, por otro lado, de ellas parece depender el valor gracias al cual soportamos vivir. Este antagonismo, no apreciar lo que conocemos y no estarnos ya permitido apreciar lo que queremos mentirnos: -da como resultado un proceso de disolución.
3
En realidad ya no tenemos tanta necesidad de un antídoto contra el primer nihilismo: la vida ya no es tan incierta, tan azarosa, tan absurda en nuestra Europa. Una tan desproporcionada potenciación de valor del hombre, del valor del mal, etc. ya no es hoy tan necesaria, soportamos una significativa reducción de este valor, nos está permitido admitir mucha absurdidad y mucho azar: el poder adquirido por el hombre permite ahora una atenuación de los medios de disciplinamiento, entre los cuales la interpretación moral era el más fuerte.
“Dios” es una hipótesis demasiado extrema.
4
No se abandona una posición extrema por una posición moderada sino por otra igualmente extrema, pero contraria. Y así es como la creencia en la inmoralidad absoluta de la naturaleza, en la falta de sentido y de fin, se apodera de nosotros como un afecto psicológicamente necesario, cuando ya no puede mantenerse la creencia en Dios y en un orden esencialmente moral del mundo. El nihilismo aparece entonces, pero no porque el displacer ante la existencia sea mayor que antes, sino porque nos hemos vuelto desconfiados hacia todo tipo de «sentido» en el mal, e incluso en la existencia. Una interpretación entre otras ha naufragado, pero como se creyó que era la única interpretación posible, parece que la existencia ya no tenga sentido, que todo sea en vano.
5
Queda por demostrar que este «¡en vano!» caracteriza al nihilismo actual. La desconfianza respecto a nuestras anteriores valoraciones llega a plantear esa pregunta: ¿Todos los «valores» no serían medios de seducción destinados a prolongar la comedia sin llegar nunca al desenlace? Si es verdad que «todo es en vano», si no hay objetivo ni fin, la duración se convierte en el pensamiento más paralizador, sobre todo cuando se comprende que se está siendo burlado y, sin embargo no se tiene poder para no permitirlo.
6
Consideremos ese pensamiento en su forma más temible: la existencia tal como es, sin sentido ni finalidad, pero inevitablemente retornando sobre sí, sin desembocar en la nada: el eterno retorno.
¡Esta es la forma extrema del nihilismo!: ¡la nada (la «falta de sentido») eterna!
Forma europea del budismo: la energía del saber y de la fuerza nos obliga a semejante creencia. Es la más científica de todas las hipótesis posibles. Nosotros negamos las causas finales: si la existencia tuviese un fin, ya lo habría alcanzado.
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Entonces comprendemos que se aspira a lo contrario del panteísmo, pues si «todo es perfecto, divino, eterno», debe creerse igualmente en el «eterno retorno». Un problema: la abolición de la moral ¿es también la abolición de esa afirmación panteísta de todo lo que existe? En el fondo, lo que se ha superado es sólo el Dios moral. ¿Tendría sentido imaginar todavía un Dios situado «más allá del bien y del mal»? ¿Sería posible aún un panteísmo en este sentido? Si suprimimos del proceso la idea de un fin, ¿afirmaremos no obstante el proceso? Sí, en tanto en cuanto fuese alcanzado siempre un único y mismo fin dentro de ese proceso y en cada uno de sus momentos. Spinoza llegó a formular una afirmación de ese tipo atribuyendo a cada instante una necesidad lógica; y gracias a su incomprensible instinto lógico, pudo salir victorioso de un mundo construido de ese modo.
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Pero su caso no es más que un caso aislado. Cada rasgo de carácter fundamental que se halle en el fondo de todo acontecer y se exprese en todo acontecer, en caso de ser experimentado por un individuo como su propio rasgo fundamental de carácter, tendría que llevar a este individuo a aprobar jubilosamente cada instante de la existencia general. Se trataría justamente de experimentar en sí mismo este rasgo de carácter fundamental con placer, como algo bueno, valioso.
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Pero la moral ha protegido a la vida contra la desesperación, contra el hundirse en la nada entre los hombres y las clases brutalizadas y oprimidas por otros hombres: pues el sentimiento de nuestra impotencia frente a otros hombres y no frente a la naturaleza lo que engendra la amargura más desesperada contra la existencia. La moral ha considerado a los que detentan el poder y ejercen la fuerza, a los «señores» en general, como los enemigos del hombre común, de los cuales hay que protegerlo, es decir, en primer lugar animado y fortalecido. Por consiguiente, la moral ha enseñado a odiar, a despreciar en lo más profundo del alma lo que constituye el rasgo distintivo de los señores: su voluntad de poder. Suprimir, negar, derruir esta moral: esto sería proveer al impulso mejor odiado de una sensación y de una valoración inversas. Si el que sufre, el oprimido, dejase de creer que tiene un derecho a despreciar la voluntad de poder, se precipitaría en una desesperación desesperanzada. Se daría este caso si ese rasgo fuese esencial para la vida si se comprobase que incluso esta voluntad moral no es más que una máscara de la «voluntad de poder», que este odio y este desprecio mismos son también una voluntad de poder. El oprimido se daría cuenta entonces de que está situado en el mismo nivel que su opresor y de que no goza frente a él de ninguna prerrogativa, ni tiene un rango superior.
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¡Más bien a la inversa!, no hay nada en la vida que tenga valor excepto el grado de poder -si se admite que la vida misma es voluntad de poder. La moral ha protegido a los mal-librados contra el nihilismo, atribuyendo a cada cual un valor infinito, un valor metafísico, mediante su integración en una jerarquía que no coincide con la del poder y la jerarquía mundanos: la moral ha enseñado la resignación, la humildad, etc. Suponiendo que esta fe en esa moral sucumbiera, los mal-librados, privados de consuelo, sucumbirían.
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Este sucumbir se presenta como una autodestrucción, una selección instintiva de aquello que tiene que obrar la destrucción. Síntomas de esta autodestrucción de los mal-librados: la autovivisección, la intoxicación, la embriaguez, el romanticismo, y sobre todo la necesidad instintiva de realizar unos actos con las cuales se hace de los poderosos enemigos mortales (-criándose, por así decir, sus propios verdugos), la voluntad de destrucción, expresión de un instinto más profundo aún que el instinto de autodestruirse: la voluntad hacia la nada.
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El nihilismo es el síntoma de que los mal-librados han perdido toda posibilidad de consuelo; de que destruyen para que se les destruya; de que, privados de la moral, ya no disponen de ninguna razón para «resignarse»: de que se sitúan en el plano del principio contrario y quieren, también ellos, ejercer el poder obligando a los poderosos a convertirse en sus verdugos. Tal es la forma europea del budismo, el hacer-No, una vez la existencia ha perdido su «sentido».
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No es que la «penuria» haya aumentado: ¡al contrario!: «Dios, moral, resignación eran remedios contra un terrible grado de miseria: el nihilismo activo aparece en circunstancias relativamente mucho más favorables. El mero hecho de sentir que la moral está superada presupone un relativo nivel de cultura espiritual, y éste a su vez presupone un relativo bienestar. Un relativo cansancio intelectual, llevado por el largo conflicto de las opiniones filosóficas hasta un escepticismo desesperado respecto a toda filosofía, caracteriza también el nivel en modo alguno inferior de esos nihilistas. Piénsese en las circunstancias en que apareció Buda. La doctrina del eterno retorno tendría presupuestos eruditos (como las tenía la doctrina [de] Buda, por ejemplo: el principio de causalidad, etc.).
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¿Qué significa en nuestros días la palabra «mal-librado»? Sobre todo tiene un sentido fisiológico, ya no político. La clase más insana del hombre europeo (en todos las clases) es el terreno en que crece ese nihilismo; ella concebirá la creencia en el eterno retorno como una maldición que cuando hiere hace que no pueda retrocederse ante ningún acto; esos no sólo querrán extinguirse pasivamente, sino hacer extinguir voluntariamente todo lo que hasta ese punto está desprovisto de sentido y finalidad; a pesar de que se trate sólo de un estertor de una rabia ciega ante la idea de que todo existe desde toda la eternidad, incluso este momento de nihilismo y de ansia de destrucción. -El v a l o r de semejante crisis es que purifica, que agrupa a los elementos análogos y los hace corromperse mutuamente que asigna tareas comunes a los hombres de mentalidades más opuestas, que, incluso entre ellos, saca a la luz a los más débiles, a los más inseguros, y da así impulso a una nueva jerarquía de las fuerzas, basada en la salud; los señores reconocidos como señores, los esclavos reconocidos como esclavos. Esto, desde luego, fuera de todos los órdenes sociales existentes.
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¿Quiénes aparecerán entonces como los más fuertes? Los más moderados, los que no tienen necesidad de creencias extremas. Los que no sólo aceptan sino que aman una buena porción de azar, de absurdo, los que pueden pensar al hombre dentro de una significativa reducción de su valor sin por ello verse empequeñecidos o debilitados: los más ricos en salud, los que están en condiciones de soportar las mayores desgracias y que, por ello, ya no temen la desgracia -hombres que están seguros de su poder y que representan con un consciente orgullo la fuerza alcanzada por el hombre.
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¿Cómo pensaría un hombre así el eterno retorno?
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Etiquetas: Textos complementarios
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