TEXTO COMPLEMENTARIO- Prof Naishtat
Del Ipse existencial al Ipse narrativo. Fronteras y pasajes entre la fenomenología ontológica de Sartre y la fenomenología hermenéutica de Ricoeur
Francisco NAISHTAT
Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional de La Plata
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas
I. Introducción
En la filosofía francesa del siglo pasado, y en referencia a Sartre, están los enfrentamientos que el autor del Ser y la nada sostuvo a lo largo de su vida intelectual infatigable y que son pasajes obligados para toda antología del corpus sartriano. Estos duelos intelectuales estuvieron primeramente contenidos dentro de la peculiar galaxia filosófica francesa de inmediata posguerra, conformada por la intersección de la joven fenomenología, el existencialismo y el marxismo, y nos resuenan con su aire de querellas intelectuales de familia, siempre en el límite de estentóreos divorcios, en los que los ingredientes políticos fueron regularmente un detonante fundamental, como los duelos que Sartre mantuvo tour à tour con Merleau-Ponty, Camus, Aron, Claude Lefort desde los años cincuenta, a los que se añadieron, una década más tarde, en pleno auge del estructuralismo, las querellas más epistemológicas, donde las posiciones en pugna en torno al sujeto y la historia dividieron las aguas de la filosofía francesa, lo que se reflejó en las polémicas de Sartre con Lévi-Strauss luego de la aparición de El pensamiento salvaje y con Foucault después de Las palabras y las cosas[1].
En este sentido, el caso de Paul Ricoeur es diferente. Fue junto a Emmanuel Lévinas y Michel Henry de la segunda camada de fenomenólogos franceses, es decir, de la generación de los “hermanos menores” de Sartre y Merleau-Ponty[2]. Pero si Ricoeur proviene del tronco husserliano[3], en línea más directa ha sido formado por Gabriel Marcel y Jean Nabert, dos pensadores alejados del fondo existencialista marxista en el que abrevó Sartre, y más cercanos al humanismo cristiano francés. Desde este punto de vista, Ricoeur permaneció alejado de los grandes duelos del “marxismo fenomenológico” y no polemizó directamente con Sartre, ni en relación a sus tesis filosóficas más explícitas, ni, sobre todo, en relación a sus posicionamientos políticos[4]. En cambio buscó siempre abrir la fenomenología a nuevos horizontes conceptuales en tono con las transformaciones decisivas del filosofar contemporáneo: la hermenéutica, la semiótica estructural, la filosofía analítica de la acción y el narrativismo postestructuralista.
En dicho contexto, sus respectivas trayectorias teóricas, a pesar del tronco husserliano común y de la común orientación a los problemas morales y a una filosofía de la acción voluntaria, discurren desde los sesenta por senderos conceptuales que bifurcan: Sartre permanecerá preocupado por una reconciliación del marxismo y la libertad, problema que es ajeno a Ricoeur, más bien preocupado desde los sesenta por la apertura de la fenomenología al horizonte del giro lingüístico contemporáneo, plano al que Sartre permanece a su vez indiferente. Quizá esta bifurcación de las perspectivas recíprocas haya reforzado en Ricoeur la impresión de una lejanía cabal, cuando, hace una década, escribía en sendas publicaciones autobiográficas unas frías referencias a Sartre; en
“Quizá mi escaso interés por Sartre se deba en alguna medida a Gabriel Marcel, aunque yo lo atribuyo más bien a mis preferencias por Merleau-Ponty.” (Ricoeur, 1995a: 40).
Igual desapego aparecía en su Autobiografía intelectual del mismo año:
“Este gran libro (vbgr. La fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty) había sido el descubrimiento decisivo de los años de posguerra; por contraste, El Ser y la nada de Sartre sólo suscitó en mí una admiración lejana, pero ninguna convicción: ¿acaso un discípulo de Gabriel Marcel podía asignarle la dimensión de ser a la cosa inerte y no reservar sino la nada al sujeto vibrante de afirmaciones en todos los órdenes?” (Ricoeur, 1995b: 25)
Sin embargo, Ricoeur no sólo ha sido un estudioso atento de la obra entera de Sartre, lo que está testimoniado en las múltiples referencias al autor de El Ser y la nada, esparcidas en diversos lugares de sus trabajos filosóficos, sino que desde su más temprana filosofía comparte con este último, y a pesar de las bifurcaciones y aperturas supradichas, una fidelidad a un núcleo de problemas filosóficos privilegiados: la voluntad, la acción, la elección, la libertad, la responsabilidad, (Ricoeur, 1950), (Ricoeur, 1990), la culpa, el mal, la finitud (Ricoeur, 1960), la imaginación y el imaginario simbólico (Ricoeur, 1983), (Ricoeur, 2000),
En este sentido, es menester indicar al menos tres episodios significativos que contrastan con la lejanía confesada de los dos pasajes precedentes de Ricoeur: en primer lugar, Ricoeur cuenta en esos mismos escritos autobiográficos que se consagró un año entero con su grupo de Esprit durante 1963-1964 al estudio de la obra de Sartre Cuestiones de Método (primera parte de
El segundo episodio que queremos destacar es el homenaje tardío de Ricoeur a los escritos del joven Sartre, en primer término, a La imaginación y Lo Imaginario en los que Ricoeur percibe una labranza fenomenológica fina para el discernimiento de las intrincadas relaciones entre los símbolos, la memoria, la conciencia-imaginativa y la conciencia realizativa (Ricoeur, 2000: 64), con sus juegos de diferencias específicas, y donde Ricoeur ve un parentesco con su propia exégesis de la memoria y la imaginación[6]. En este mismo registro de reconocimiento de las obras tempranas de Sartre, cabe señalar la admiración que Ricoeur profesa en su autobiografía al trabajo de Sartre sobre la fenomenología de las emociones (Sartre, 1965b), en el que Ricoeur ve un antecedente de algunos de sus desarrollos de Lo Voluntario y lo Involuntario (Ricoeur: 1995: 43).
El tercer episodio que deseamos evocar es el siguiente: Ricoeur publicó solamente un trabajo sobre Sartre, pero no precisamente sobre su filosofía, sino sobre la obra de teatro El Diablo y Dios (1951), de la que confiesa haber sufrido un intenso efecto trastornador (Ricoeur, 1992: 137-148). Ricoeur comienza su comentario sobre esa pieza de teatro en estos ambiguos términos:
“Peut-on se risquer à écrire sur une pièce de théâtre quand on a été blessé par elle ? Oui, blessé. A la représentation, Le Diable et le bon Dieu a offensé en moi quelque chose dont, au reste, la pièce m’a aidé à prendre conscience (…) »[7]
Durante su breve e incisivo escrito Ricoeur se reparte entre el reconocimiento de la extraordinaria eficacia dramática de la obra y su rechazo cabal del visceral pesimismo que sobresale a lo largo de sus personajes, donde ninguna esperanza es posible. Como en el tiempo pesimista de los griegos, el futuro y la madurez de las revoluciones solo deparan la previsible hipocresía del poder con sus juegos de falsa conciencia: la esperanza está en la juventud de las revoluciones, y la desesperanza en su madurez. Ricoeur realiza un análisis y crítica pormenorizada de la obra, que le permitió entablar con Sartre una relación epistolar, en la que Sartre se involucró, según Ricoeur, “de modo cordial y generoso” (Ricoeur: 1995: 42).
Hemos traído aquí estos tres episodios no como una pieza de esclarecimiento del pensamiento de Ricoeur, sino como una prenda transitoria para atenuar, a guisa de introducción, una visión de Ricoeur fría e indiferente al pensamiento de Sartre. Esto nos permite ahora analizar a propósito de la noción de Ipseidad, las diferencias y las afinidades entre ambos autores.
II. La cuestión de la Ipseidad
¿Por qué entonces confrontar Sartre y Ricoeur a propósito de la Ipseidad? En El Ser y la nada Sartre retomó esta categoría del vocabulario de Sein und Zeit, y la desplegó como una pieza central para deslindar el para-sí, vinculado al
a) Permite clarificar su diferencia con el desgarramiento del Ipse sartriano, pero al mismo tiempo acusa unos supuestos comunes: la común oposición al en-sí; el Ipse de Ricoeur, en efecto, se opone a la figura del carácter, como modelo de la mismidad empírica, y a la ontología subsecuente de toda identidad sustancial, contra la que Ricoeur confiesa inspirarse en el modelo de la constancia a sí de Heidegger- Selbstständigkeit- (Ricoeur, 1990: 148-149) y en la figura de proyecto existencial de Sartre (Ricoeur, 1990: 191).
b) Por otra parte, Ricoeur articula su noción de Ipse desde su concepto de promesa individual. Pero aquí el papel de la Otredad es central en todo el frente de conformación de la Ipseidad, desde el autorrespeto y la estima de sí a la conformación de una relación ético-política con los demás. Conceptualmente, el Ipse ricoeuriano abarca inclusive los colectivos, las comunidades, las instituciones y las tradiciones: Ricoeur admite explícitamente la aplicabilidad de su noción de identidad narrativa a estos últimos (Ricoeur, 1985: 443-446 y Ricoeur, 1990: 148). Ahora bien, si la otredad es esencial para la ipseidad sartriana, lo será desde una perspectiva bien diferente, marcada por una filosofía del conflicto y de la lucha por el reconocimiento que da siempre primacía a la negatividad que opera en la distancia fenomenológica entre el para-sí y el en-sí, en la que la inspiración hegeliana está perfectamente asumida, aunque sin ningún horizonte de reconciliación ni de síntesis estable. Y esto es mantenido incluso en la
III. La Ipseidad en el primer Sartre
La clave de la noción sartriana de Ipseidad se despeja a partir del telos ontológico que es propio del deseo. Si, en efecto, la conciencia deseante se vuelve falta (Manque), o se afecta de falta, una tal auto-afección nihilizante (néantissante) deberá ordenarse a la apropiación de un cierto X, de algún objeto indeterminado, lo faltante (manquant), sin lo cual el deseo no podría participar de la estructura intencional, inherente a toda conciencia. De esta manera se determina un ideal, un punto de convergencia, fantasma de todo proyecto, de toda “posibilitación” originaria: el Sí (Soi) como autorrealización de la síntesis de lo faltado (Manqué), de lo que no se ha conseguido. En la medida en que lo faltante “manquant” revela mi posible, en tanto que mío, esta pertenencia casi personal de lo posible reenvía a lo que no se ha conseguido, es decir, lo faltado (Manqué), a título de teleología intencional suprema y última, rectora de la posibilitación. La estructura de incompletitud esencial inherente a la aprehensión de lo faltante (manquant) reenvía a la historicidad originaria, auto-anticipadora del para-sí. El surgimiento de lo que falta (Manque) supone un desgarramiento en la cohesión interna del en-sí (en-soi). Pero este desgarramiento designa y exige una trascendencia testigo y no es como en Aristóteles una tendencia en las cosas.
Tampoco es esta falta el Uneasiness de Locke. Permítasenos aquí un rodeo por Locke, bien a punto en relación a la Ipseidad sartriana, cuando comprendemos desde el estudio de
En Sartre la operación por la cual yo deseo algo presupone entonces la elección a través de la cual yo me deseo alcanzando eso, y por ende todo deseo de X es un deseo de sí mismo y reenvía a una elección de sí mismo, lo que en definitiva reenvía a la estructura de la ipseidad. El acento está puesto del lado de la conciencia, no del lado del objeto. Por ende podemos decir que al igual que en Locke la conciencia en Sartre es deseo, Uneasiness. Pero a diferencia de Locke, ésta no puede ser objeto de una satisfacción empírica. Es decir, a la decepción empírica definida por la falta del objeto X Sartre articula una decepción ontológica insuperable que reenvía a la forma pura de una auto-anticipación de la temporalización originaria. Todo ocurre como si una estructura a priori de anticipación de la experiencia denunciara la imposibilidad formal e intencional de actualización de mis posibles. Mientras que, como señalaba Charles Taylor en Fuentes del yo (Taylor, 1989: 159 y pássim) el sujeto Lockeano del Uneasiness puede ser fácilmente asimilado a lo que Taylor llama el Punctual Self, un sujeto calculador que es esencialmente autocontrol de sí mismo por la vía de la conciencia, con el correlato de la autosatisfacción empírica por el logro de sus esfuerzos y por la represión de sus pasiones inútiles, la estructura Sartriana de la Ipseidad acusa la tonalidad afectiva de la angustia, la náusea y el malestar. La conciencia complaciente en los logros empíricos es para Sartre la mala fe (mauvaise foi), la inautenticidad y autoengaño que tras la máscara de la felicidad oculta el fracaso y la huida de sí (Sartre, 1943: 82-90). La idea de decepción pura o decepción ontológica corresponde a la idea de que, en una suerte de futuro anterior, yo puedo reconocer de antemano que la elección de este posible en tanto que mío excluye toda actualización. Es imposible que el para-sí cese de posibilitarse actualizando su posible supremo. Por ende mientras que Sartre y Locke podrían coincidir en la noción de Uneasiness, podemos sin embargo decir que hay una diferencia radical, en tanto la concientia (consnciousneess) de Locke va por la senda triunfalista y conquistadora de la autocomplacencia empírica, cuando la Ipseidad de Sartre se caracteriza precisamente por una suerte de fracaso constitutivo. El para-sí de Sartre reconoce un fracaso ontológico esencial, el cual, más allá de todos los triunfos o fracasos empíricos, se expresa en la imposibilidad de fundamentar otra cosa que no sea su falta (manque) esencial y ontológicamente constitutiva de las éxtasis temporales.
Sin embargo, todo esto no anihila la acción. Por el contrario, la filosofía de Sartre puede verse como una filosofía de la acción, lo que se plasma en la última y cuarta parte del Ser y la nada, en el que acción y ser finalmente confluyen en una filosofía de la libertad y del proyecto. Ciertamente, la noción de proyecto es desde ahora inseparable de la negatividad que supone esta falta esencial inherente a la estructura de la Ipseidad. Todo proyecto no es otra cosa que la negación de lo que ya es en el mundo. Y esta modificación no puede jamás provenir de lo que ya es, de lo que ya está. Proyecto es negación del en-sí. Esta negación de lo que es en-sí es la libertad: “Estoy condenado a ser libre” sentenciaba Sartre desde la primera sección de la última parte (IV) de El ser y la Nada, consagrada a la acción y la libertad, en el sentido de que no hay posibilidad de no elegir y de que por ende nada se me impone de manera causalmente determinante[8]. En este sentido, Sartre se opone a cualquier reducción de la conciencia y de la elección a mecanismos de causalidad, lo que lo conduce a una teoría de la acción que lo enfrenta al psicoanálisis (Sartre, 1943: 516). El Ipse sartriano no es su pasado ni lo que se dice de sí, lo que no significa que la libertad sea abstracta: esta última siempre se da en situación, pero la situación misma sólo existe y es portadora de sentido gracias a nuestra libertad, de manera que “no hay situación sino por la libertad y no hay libertad sino en situación” (Sartre, 1943: 520 y ss.). No hay entonces situación neutra, sino que toda situación lleva una inherencia valorativa o evaluativa que es posible gracias a nuestra libertad: la estructura teleológica y volitiva de la intencionalidad atraviesa toda la estructura de lo inerte en la medida en que este último se nos presenta con un sentido dado.
Podemos extraer algunas conclusiones sobre la Ipseidad en el primer Sartre. El
“Le soi est si l’on veut la raison du mouvement infini par quoi le reflet renvoie au reflétant et celui-ci au reflet ; par définition il est un idéal, une limite » (Sartre, 1943 : 143)[9]
En esta dinámica de la Ipseidad sartriana, todo el envión del movimiento del para-sí radica en la imposible reconciliación con uno mismo, del imposible “en-sí/para-sí” (Sartre, 1943: cap. 3 de la parte III); el sí mismo es portador de una función de autodistanciamiento mediante el cual siempre deseo transgredir lo que me he vuelto. Por ende el Ipse sartriano se encuentra en continuo desencuentro consigo mismo y, aunque participa de la misma tonalidad de radical oposición a la identidad sustancial que es palpable en Heidegger y Ricoeur, está constituido a través de la polaridad negativa por la que opera la subjetividad como negación de la existencia fáctica, esto es, por la operatoria negativa que en Sartre es constitutiva de la afirmación de conciencia y libertad. Este carácter negativo de la subjetividad y el horizonte de fracaso que le es inherente no quedará desmentido sino solamente complejizado cuando pasamos de la relación con el objeto a la relación con el prójimo, es decir, al problema fundamental de la intersubjetividad, tal como Sartre lo despliega desde el 3º capítulo de la parte III de El ser y la nada (Sartre, 1943: 413 ss.).
IV. Excurso sobre Ipseidad y Otredad a modo de frontera Sartre-Ricoeur
La idea del prójimo es diferente en Sartre de la mera idea de lo dado como dominio inerte. En nuestra relación con el prójimo se pone en juego una dialéctica de búsqueda del reconocimiento y de la mirada del otro que no es propia de nuestra relación negativa con el en-sí. Sartre distingue tres modalidades en nuestra relación con el prójimo de las cuales son ejemplos emblemáticos, para la primera, el amor; para la segunda, el deseo, y para la tercera el Mitsein (Ser-con). En las dos primeras modalidades lo distintivo es sin embargo la dinámica conflictiva y apropiadora de la conciencia individual, la cual, tanto en el amor como en el deseo, busca una apropiación de la libertad del otro, en una espiral desenfrenada y condenada al fracaso ya que, desde el instante mismo en que queda lograda dicha apropiación, la mirada del otro queda reducida a objeto y por ende sin cumplir el sentido de mirada por la que era buscada y codiciada. Aunque la tercera figura, esto es, el Mitsein (Ser-con) contiene una dimensión-nosotros y de reciprocidad de la que estaban privadas las dos primeras figuras, y aunque revela, en ese mismo sentido, la marca heideggeriana del ser-con los otros, no logra en Sartre el carácter decisivo de fenómeno originario y permanente que había adquirido en Heidegger[10]. En el fondo, el Ser-nosotros es en Sartre el mero efecto y la reacción contra situaciones de opresión y de humillación que son producto de una relación alienada por parte de nosotros respecto de un “él” que nos mira y nos domina. Sartre distingue así el nosotros-objeto vinculado a la situación de los dominados y el nosotros-sujeto ligado a la posición de dominación. En cualesquiera de ambos casos es la posición del tercero la clave determinante de la posición intersubjetiva y queda reafirmada la originalidad de la conciencia individual respecto del carácter derivado de la conciencia-nosotros[11].
Se podría afirmar, desde este punto de vista, que las figuras de la otredad en Sartre y en Ricoeur están invertidas: En Sartre la otredad y el prójimo remiten a un carácter siempre conflictivo, bien sea a través de la dinámica inter-individual de la conciencia a través de la búsqueda del reconocimiento, o bien a través de las situaciones colectivas de opresión-dominación que dan lugar a la conciencia-nosotros. Desde esta perspectiva, la tonalidad de la Ipseidad en Ricoeur vendría a operar un giro radical, al hacer de la otredad no ya una condición negativa del Ipse sino, por el contrario, su precisa condición de sentido, en el horizonte de una configuración del Ipse que lleva en la fidelidad al otro (inspirada en el modelo de la promesa) su propia mediación constitutiva. Sin embargo, hay que cuidarse muy bien de confundir en Sartre la dimensión conflictiva inherente a la intersubjetividad con alguna veleidad de solipsismo moral u ontológico: siempre es a través de los otros que puede uno en Sartre descubrirse y valorarse a sí mismo. En el camino de libertad que nos conduce del yo cosificado o petrificado a la actividad libre de la conciencia mediante la cual podemos afirmar un horizonte de acción y un proyecto, la mirada de, y hacia, los otros se vuelve siempre una condición indispensable. En primer lugar, sin los otros no es posible para Sartre ninguna valoración de sí-mismo, ni por ende ninguna mirada de sí; en segundo lugar, la figura de la responsabilidad que es central para toda comprensión de la Ipseidad sartriana, es antitética respecto de toda negación de otredad. Por ende, el para-sí sartriano es incompatible respecto de cualquier tentación de solipsismo moral u ontológico: decididamente el individualismo existencialista de Sartre poco tiene que ver con el solipsismo moral del fenomenismo empirista o racionalista clásicos[12]. Para Sartre, en la nihilización que ejerce el para-sí yace incluso la posibilidad de la rebeldía (révolte), de la insurrección contra el espíritu conformista de la opresión cosificada, y esta actitud permite empalmar a Sartre no sólo con la tradición crítica de la filosofía, sino con su tradición comprometida- engagée, y por ende muy poco compatible con cualquier actitud solipsista o contemplativa. Sartre concluye precisamente esta parte III de El ser y la nada planteando una crítica al Heidegger de Sein und Zeit a partir de la preeminencia sartriana de la cuestión de la acción, centralidad que anuncia ya el tránsito a la parte IV dedicada al “Tener, hacer y ser” (Avoir, faire et être):
“Si leemos a Heidegger, por ejemplo, nos llama la atención, desde este punto de vista, la insuficiencia de sus descripciones hermenéuticas. Adoptando su terminología, diremos que ha descrito al Dasein como el existente que trasciende a los existentes hacia el ser de éstos. Y el ser, aquí, significa el sentido o la manera de ser del existente. Verdad es que el para-sí es el ser por el cual los existentes revelan sus maneras de ser. Pero Heidegger calla el hecho de que el para-sí no es solamente el ser que constituye una ontología a los existentes, sino también el ser por el cual sobrevienen modificaciones ónticas al existente en tanto que existente. Esta posibilidad perpetua de actuar, es decir, de modificar el en-sí en su materialidad óntica, en su “carne”, debe ser considerada, evidentemente, como una característica esencial del para-sí: como tal. Ha de encontrar su fundamento en una relación originaria entre el para-sí y el en-sí, relación que no hemos sacado a luz todavía. ¿Qué es actuar? ¿Por qué actúa el para sí? ¿Cómo puede actuar? Tales son las preguntas a las cuales debemos responder ahora. Tenemos todos los elementos para una respuesta: la nihilización, la facticidad y el cuerpo, el ser-para-otro, la naturaleza propia del en-sí.” (Sartre, 1943: 482- trad. Sartre, 2006: 585)
Ahora bien, salvando por ende la innegable continuidad que hay en Sartre entre su teoría individualista de la conciencia y el carácter comprometido de su ética existencial, existe sin embargo una diferencia crucial con Ricoeur en cuanto que el último hará del prójimo una mediación ontológica que es portadora del mismo sentido de afirmación del Ipse no ya bajo la forma conflictiva de la interindividualidad sartriana, de marcado signo hegeliano, ni de una posición negativa y transitoria contra una opresión, sino bajo la forma de la fidelidad, que es a la vez constitutiva del respeto por el otro y de la estima de sí. El otro no es en Ricoeur el diferencial por el que es posible la afirmación del sí-mismo bajo todas las figuras del conflicto interindividual y de la afirmación colectiva, sino que es el basamento originario mismo de la intencionalidad bajo la forma de la atestación y del compromiso de sí, sin el cual no hay siquiera estima ni autorrespeto al nivel más básico del escalonamiento de la subjetividad: la intencionalidad ya es desde siempre vector orientado hacia una modalidad compromisiva que está emblematizada por la promesa, como fenómeno originario de una subjetividad que es desde siempre intersubjetividad[13]. Desde este punto de vista, el tratamiento ricoeuriano de la dimensión cívica en el estudio VII de Sí Mismo como otro bajo el leitmotiv de “vida buena con y para el otro en instituciones justas” (Ricoeur, 1990: 199-236) emblematiza, con su marcado aire aristotélico y arendtiano de retorno ético-político, la contrafigura alternativa al nosotros sartriano, siempre fragilizado por su dimensión conflictiva. En su último libro publicado en vida, Parcours de la reconnaissance (Ricoeur, 2004)[14], Ricoeur precisamente da amplia cabida, en el último estudio de su obra, a la conflictividad hegeliana de la lucha de reconocimiento, que Ricoeur reconstruye acompañándose, en parte, de la lectura reciente de A. Honneth[15]. Pero precisamente, la oposición de la perspectiva ricoeuriana respecto de esa dinámica hegeliana de la intersubjetividad queda cristalizada desde que Ricoeur le opondrá la dinámica del don como intersubjetividad afirmativa, apoyándose a la vez en la tradición de Levinas y de Arendt.
V. Juramento e Ipseidad en los grupos
Desde el final de Tiempo y Narración Paul Ricoeur afirma que su categoría de identidad narrativa no sólo es pasible de aplicarse a la identidad individual sino también a la identidad colectiva:
“Le rejeton fragile issu de l’union de l’histoire et de la fiction, c’est l’assignation à un individu ou à une communauté d’une identité spécifique qu’on peut appeler leur identité narrative (…) Dire l’identité d’un individu ou d’une communauté c’est répondre à la question qui a fait telle action, qui en est l’agent, l’auteur ? » (Ricoeur, 1985 : 442)[16]
Y más abajo :
« La notion d’identité narrative montre encore sa fécondité en ceci qu’elle s’applique aussi bien à la communauté qu’à l’individu. On peut parler de l’ipséité d’une communauté, comme on vient de parler de celle d’un sujet individuel : individu et communauté se constituent dans leur identité en recevant tels récits qui deviennent pour l’un comme pour l’autre leur histoire effective » (Ricoeur, 1985 : 444)[17]
Esto quiere decir que la noción de Ipseidad vista precedentemente se aplica también al colectivo, como por otra parte confirma Ricoeur en-sí mismo como otro (Ricoeur, 1990: 148). Esto brinda la posibilidad, desde la hermenéutica ricoeuriana, de conformar una región ontológica de la grupalidad, en un nivel que no es meramente el de átomos individuales. Ahora bien, Sartre, en su
Los fenómenos sobre los cuales se focaliza la atención son los grupos efímeros y superficiales, rápidamente formados y rápidamente desagregados, que deben su existencia a una amenaza externa que pesa sobre ellos. Pero en reacción constante contra las analogías organicistas (pensemos en Le Bon, quien habla de “alma colectiva” en su Psychologie des foules y que plantea la mente colectiva como una instancia sui generis en corte abismal con la instancia de la conciencia individual) Sartre apuesta a la existencia de una racionalidad práctica, estructurada dialécticamente, observable desde el nivel más elemental de la acción común que son los individuos en interacción. El Juramento (Serment) no es así otra cosa que la reciprocidad mediada (Sartre, 1960: 518). La descripción que brinda Sartre de la composición de estos grupos toma en cuenta la relación de Tercero a Tercero (Tiers à Tiers), es decir, de la mediación interindividual. Esta categoría ocupa un lugar central en su análisis del juramento. Cada cual queda así para Sartre integrado a la acción común cuando la práctica común del tercero se plantea como reguladora (Sartre, 1960: 408). En los grupos en fusión cada uno puede cada vez desempeñar el papel del Tercero regulador, habida cuenta de que, como dice Sartre: “la multitud en situación produce y disuelve en ella a sus propios jefes provisorios, los terceros reguladores” (Sartre, 1960: 410).
Pero el verdadero problema va a ser en Sartre el del grupo que debe sobrevivir a su praxis original y que debe por ende afrontar el problema de las condiciones de su propia permanencia. En regla general es bajo la amenaza externa que surge la cuestión de la supervivencia (lógica schmittiana amigo-enemigo). En este caso el grupo se vuelve en cada uno y para cada uno el objetivo común: hay que salvar la permanencia. Es en este estadio de la trayectoria reflexiva que Sartre analiza la inscripción del grupo en la historia, proyectando históricamente la categoría del juramento:
“Lorsque la liberté se fait praxis commune pour fonder la permanence du groupe, en produisant par elle-même et dans la réciprocité médiée sa propre inertie, ce nouveau statut s’appelle le serment” (Sartre, 1960 : 518)[18].
Por ende el juramento se vuelve una condición de permanencia y de un tipo de acción singular que Sartre denomina “invenciones prácticas”, y que sólo pueden darse desde esta situación de socialidad. En esta situación es importante analizar el adjetivo común. Fuera de esta calificativo el juramento no es inteligible para Sartre. La conducta del juramento no puede por ende sino ser común y su performativo, su mot d’ordre sólo puede tener la forma en la primera persona del plural. “Juremos” (debe reconocerse que en 1960 Austin todavía no había publicado Cómo hacer cosas con palabras, y que incluso aquí, no hay análisis de los performativos de primera persona del plural).
Podría decirse que el momento real de la acción común está enteramente contenido en la decisión común de jurar. Pero es precisamente aquí que interviene la noción de una reciprocidad mediada por la categoría del tercero: mi juramento al tercero recibe en su fuente misma una dimensión de comunidad, y viene a tocar a cada uno directamente a través de todos. Vemos entonces que Sartre, dos años antes de la publicación póstuma del libro de Austin Cómo hacer cosas con palabras, recurre al performativo de la primera persona del plural (descuidado por Austin) y le hace jugar un papel trascendental como condición de posibilidad de una forma de acción y de invención práctica. Carecemos aquí del lugar para tratar el papel del juramento contra “el enemigo interno” y la afinidad entre Juramento y Terror, central en los análisis de Sartre, y complementaria de la obra El Diablo y Dios, que tanto afectó a Ricoeur. Es claro que mientras Ricoeur encuentra una familiaridad con el juramento como solidaridad mediada, sería reacio a seguir a Sartre en la prolongación de su análisis sobre la cuestión del Terror y de la dinámica endogámica del Juramento, en la medida misma en que para Ricoeur la promesa se descentra enteramente en la otredad, siguiendo la tradición que va de Nabert a Lévinas, y que es ajena a la preocupación sartriana.
VI. A modo de conclusión: La Ipseidad en Ricoeur
El sentido y, en particular, la operatoria de la Ipseidad Ricoeuriana son diversos a los de Sartre: mientras que este último hacía hincapié en la nihilización (néantisation) procedente de la oposición que enfrenta en mi subjetividad el para-sí como proyecto al en-sí como lo dado o la existencia de hecho, a través de una dialéctica por así decir negativa, Ricoeur articula su Ipse en una dialéctica afirmativa con el Idem, que encuentra en su figura de la Identidad narrativa una concordancia y una unidad sin supresión de polo alguno (Idem e Ipse), los que confluyen más bien en una suerte de concordancia biográfica reconciliada y temporalmente cumulativa de la subjetividad (no ajena a la idea de la Zusammenhang des Lebens- conexión o reunión de una vida- de la tradición hermenéutica dilthyana). Desde el prólogo mismo de Sí mismo como otro (1990), Ricoeur pone a la identidad personal como centro de su proyecto, pero se trata de una identidad no sustancial mediada por la alteridad a través de una dialéctica en la que el Idem y el Ipse van a definir las polaridades de una subjetividad, que en la filosofía venía tironeada por dos falsas pistas: la exaltación cartesiana del Cogito y la humillación nietzscheana y humeana del Sujeto (Ricoeur, 1990: 11-15) Por ende el propósito de Ricoeur es reconstructivo, sin ser refundacionista. No refundar el Cogito, sino volver a pensar hermenéutica y fenomenológicamente la categoría de sujeto, haciéndose cargo de un cogito que nos viene herido[19]- aunque no muerto- desde los impulsos anti-metafísicos desde el último cuarto del s. XIX. Que la fenomenología hermenéutica y no la fenomenología a secas sea el instrumento filosófico adecuado para alcanzar este objetivo, Ricoeur lo infiere del giro lingüístico, que ha puesto una mediación lingüística inevitable entre la conciencia y la reflexividad filosófica: nuestra experiencia se nos ofrece siempre pre-interpretada a través de una cadena de presuposiciones simbólicas e históricas de la cual es rigurosamente indisociable. Es la razón por la cual para Ricoeur la fenomenología sólo es posible por vía de la hermenéutica. Y esta tesis, como subraya Jean Greisch (Greisch, 2001), posee en los temas de la identidad personal un doble corolario: por una parte no podría existir un punto de partida absoluto del yo, que no esté determinado por una presuposición; por otra parte, hay una imposibilidad de todo cierre, de toda interpretación definitiva de la experiencia constitutiva de la identidad subjetiva. ¿Pero qué será entonces rearticular el Sí mismo a través de una fenomenología hermenéutica? Podemos enfatizar dos aspectos centrales:
1) No se resucita la figura del yo-sujeto, ni se trata de volver a una metafísica de la presencia en la tonalidad de la conciencia-sujeto que empalme con una metafísica de la libertad, algo que para Ricoeur es imposible porque:
2) El sujeto, como unidad narrativa, siempre está mediado por los otros, por su entramado simbólico e histórico.
3) El yo-sujeto, concebido como baluarte privado o fuero interno, quedaría encerrado en la interioridad. Ricoeur, apoyándose en la hermenéutica y en la pragmática, particularmente en el último Wittgenstein, recusa la figura de toda conciencia inexpugnable. Por ello a la figura del yo prefiere la figura del sí (el selbst alemán, el self ingés, el sí mismo, el soi-même), que
4) Por ende, es la figura del sí mismo como otro que sale ahora a luz; ahora bien, la Ipseidad aquí no está orientada a la oposición desgarrante del sí mismo con el mundo, sino al esfuerzo retrospectivo por el que el sí mismo conforma una unidad narrativa ante sí y ante los demás: mientras que la preocupación mayor en Sartre es cómo el en-sí no puede nunca encerrar al sujeto, que le escapa siempre, en Ricoeur se trata de pensar las condiciones de la unidad del sujeto sin recaer en el fundacionismo de la identidad sustancial cartesiana ni en el naturalismo psicologizante de una mismidad dada en el mero carácter. La manera de alcanzar esta unidad se encuentra a través de la figura semiótica de la concordancia narrativa, y de la figura hermenéutica de la ya mencionada Zusammenhang des Lebens de Dilthey (reunión de una vida, puesta en intriga).
Una narración, más allá de sus variaciones, mantiene una cierta unidad de sentido, y es lo que la hace diferente de una crónica. Esta es la concordancia, que más allá de la discordancia, realiza una unidad de sentido. Ahora bien, cada sí mismo está llamado ha replantear su concordancia narrativa como persona. Esta concordancia se sitúa entre el polo de la mismidad (aquello que nos hace idénticos o semejantes en el tiempo y cuya figura es el carácter y la memoria) y aquello que no asume una forma de mismidad y cuya figura es la promesa. Cuando prometemos no nos hacemos garantes de una mismidad en el tiempo, sino que atestamos que a pesar de que cambiemos, estaremos allí y nos haremos cargo de la palabra dada. Ricoeur coincide con Arendt en la función de la promesa como garante contra la mutabilidad que plantea el tiempo. Es un resguardo para los otros y para nosotros mismos. ¿Cómo la figura performativa de la promesa puede volverse en Ricoeur hacia la conformación de la Ipseidad? Precisamente, se trata de dar cuenta de la posibilidad de ser los mismos sin prejuzgar de ninguna fijeza empírica, sin hacer depender nuestra capacidad de atestar ante los otros del anclaje empírico de la memoria, como en Locke y Hume.
Por ende, podemos medir toda la distancia que separa la Ipseidad de Sartre de la Ipseidad de Ricoeur: mientras que en Sartre el énfasis está puesto en la inevitabilidad de la separación, y agregaría aquí, de la traición liberadora en relación a lo que nos hemos vuelto, en Ricoeur todo el esfuerzo se dirige a compensar la variabilidad de lo que soy mediante una concordancia unitaria sostenida en una dialéctica entre el Idem y el Ipse, que finalmente se van a reconciliar en una idea de identidad narrativa. Se articula así una dialéctica entre el pasado y el proyecto del sí, conformando la unidad narrativa del sujeto. Esta unidad es soporte de responsabilidad y fidelidad ante los otros, y de conformación reflexiva de sentido. Al extremo de esta unidad no hay una conciencia desdichada, sino una búsqueda de la vida buena, noción que Ricoeur retoma de Aristóteles para refundar su ética: vida buena, para y con los otros, en instituciones justas (Ricoeur, 1990: 202 y ss). Podríamos decir que mientras que la preocupación que preside al Ipse de Ricoeur es la lealtad y la fidelidad a la palabra dada (en la tradición de la fidelidad creativa de Gabriel Marcel), es decir, el encuentro consigo mismo y con los demás a través de la fidelidad al prójimo, en Sartre todo pasa como si la figura de la lealtad estuviera de entrada vulnerada por la potencialidad de mi desgarramiento y mi conciencia exiliada. La Ipseidad en Sartre está presidida por la libertad, no por la fidelidad: es el desgarramiento y el conflicto lo que conforma el suelo en el que se debate el Ipse sartriano.
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[1] La biografía intelectual de Sartre que la francesa Annie Cohen-Solal publicó en los ochenta oficia ya de clásico en la materia y es pasaje obligado para la reconstrucción de estas polémicas intelectuales; Annie Cohen-Solal, Sartre 1905-1980, París, 1985, Gallimard.
[2] Ricoeur, fallecido en
[3] Ya en 1950 Ricoeur se destacaba como traductor para Gallimard de la obra seminal de Husserl Ideen zu einer reinen Phaenomenologie und Phaenomenologischen Philosohie (Ideas relativas a una fenomenología pura y un filosofía fenomenológica), publicada por el creador de la fenomenología en 1913.
[4] Sí mantuvo con Sartre, en ocasión de una polémica contra Levi-Strauss a propósito de la historia y la estructura, una proximidad de tono en relación a cuestiones como el protagonismo del sujeto, la libertad, la diacronía y la historia (más abajo nos referimos brevemente a este episodio); véase el dossier especial de la revista Esprit de 2004 “Claude Lévi-Strauss et Paul Ricoeur: l’entretien de
[5] En Le conflit des interprétations. Essais d’Herméneutique (Ricoeur, 1969), el autor dedica el primero de los cinco capítulos de su volumen al tema de la hermenéutica y el estructuralismo. En dicho contexto, la discusión del problema de la diacronía y la sincronía aparece
[6] En la parte II de Du texte à l’action. Essais d’Herméneutique II (Ricoeur, 1986) al tratar la cuestión de la imaginación en el discurso y en la acción, Ricoeur remite a la posición de Sartre sobre la imagen como la alternativa teórica que se opone al discurso empirista de Hume quien veía en la imagen una mera impresión débil. Al concebir la imaginación en función de la ausencia, es decir, de la evocación de la cosa ausente, y no meramente en función del debilitamiento de impresión, Sartre expresa para Ricoeur una caracterización fenomenológica de la imaginación que la ve como un eje noético cuyas variaciones son reguladas por los grados de creencia. La imagen es así función de ausencia atravesada por una conciencia crítica que recorre diversas gradaciones, desde el extremo de “conciencia crítica nula” en que la imagen es confundida con lo real desde el poder de engaño y de error denunciado por Pascal, hasta la distancia crítica plenamente consciente de sí misma, en el que la imaginación se vuelve “el instrumento mismo de la crítica de lo real”, y para la que la reducción trascendental husserliana, en tanto neutralización de la existencia, brinda la ilustración más completa. En este mismo registro, concuerdo con Silvia Gabriel en que esta idea de la imaginación como función de ausencia es un antecedente de lo que será más tarde, en Tiempo y Narración y en Memoria Historia y Olvido la noción de huella historiográfica, como marca presente, indicio o signo de una cosa ausente, en el fenómeno que Ricoeur llamará de la “representancia” historiográfica (Ricoeur, 2001: 199-200).
[7] “¿Puede uno arriesgarse a escribir sobre una obra de teatro cuando ha sido herido por ella? Sí, herido. En la representación, El Diablo y Dios ha ofendido algo en mí de cuya existencia, por otra parte, la obra me ayudó a tomar conciencia” (trad. nuestra).
[8] « L’homme est condamné à être libre ; condamné parce qu’il ne s’est pas lui créé lui-même, et par ailleurs cependant libre parce qu’une fois jeté dans le monde, il est responsable de tout ce qu’il fait. » (El hombre está condenado a ser libre; condenado porque él no se creó a sí mismo, y libre sin embargo porque una vez arrojado en el mundo, es responsable de todo lo que hace” (Sartre, 1946 : 37) ; véase igualmente (Sartre, 1943 : 516 y pássim).
[9] « El sí mismo es si se quiere la razón del movimiento infinito mediante el cual el reflejo reenvía a lo reflejante y este último al reflejo ; por definición es un ideal, un límite” (trad. nuestra).
[10] En este sentido, Sartre realiza aquí una crítica del Mitsein heideggeriano: “Resulta, pues, que la experiencia del nosotros, aunque real, no es de tal naturaleza que modifique los resultados de nuestras indagaciones anteriores (…). La esencia de las relaciones entre conciencias no es el Mitsein, sino el conflicto” (Sartre, 1943; trad. en Sartre: 2006: 584).
[11] Sartre remite finalmente las situaciones de la conciencia-nosotros al juego de las conciencias individuales definido en las dos etapas anteriores: “¿Se trata del nosotros-objeto? Es directamente dependiente del tercero, o sea, de mi ser-para-el otro, y se constituye sobre el fondo de mi ser-afuera-para-el-otro. ¿Se trata del nosotros-sujeto? Es una experiencia psicológica que supone, de una u otra manera, que la existencia del otro en tanto que tal nos haya sido previamente revelada. Sería vano, pues, que la realidad-humana tratara de salir de este dilema: trascender al otro o dejarse trascender por él” Ibid.
[12] Un año después de la aparición de El ser y la nada en 1943, Sartre publicaba su obra de teatro Huis clos (A puerta cerrada), célebre precisamente por la sentencia de uno de los personajes de la obra, Garcin, quien se exclama: “El infierno son los otros” (“L’enfer c’est les autres”). Siempre ha resultado tentador interpretar esta frase como un testimonio del carácter finalmente individualista y egocéntrico del existencialismo sartriano. Sin embargo, el propio Sartre ha advertido claramente contra esas interpretaciones, manifestando que los otros son infierno en su obra A puerta cerrada precisamente porque todos los personajes están muertos, es decir, están condenados a permanecer esclavos de las apreciaciones y juicios de valor que se ha producido- como opinión-sobre sus vidas, sin poder ejercer contra esa doxa su propia libertad: es decir, los otros son infierno cuando y solamente cuando nos atan a un pasado del que no podemos desprendernos. La muerte en un sentido simbólico es precisamente esa quietud, que no es otra cosa sino mala fe mientras estemos vivos; por el contrario, los otros, en tanto estamos vivos, son siempre un elemento de conciencia que llevamos en nosotros mismos y que es condición misma de toda Ipseidad, aun bajo el modo de una conflictividad originaria; véase (Sartre, 1944) y la nota de Sartre “L’enfer c’est les autres” en (Sartre, 1964).
[13] En este sentido es interesante la nota 2 de la pág. 310 de Soi même comme un autre en la que Ricoeur remite al texto de William Robins Promising, Intending and Moral Autonomy (Robins, 1984) para bosquejar un esquema de pasaje entre la estructura-promesa y la estructura-intención (Ricoeur, 1990: 310).
[14] Existe traducción española bajo el título Caminos de reconocimiento, en Trotta, Madrid, 2005.
[15] Cfr. Honneth, 2000.
[16] "El frágil vástago, fruto de la unión de la historia y de la ficción, es la asignación a un individuo o a una comunidad de una identidad específica que podemos llamar su identidad narrativa [...] Decir la identidad de un individuo o de una comunidad es responder a la pregunta: ¿quién ha hecho esta acción?, ¿quién es su agente, su autor?" Paul Ricoeur, Tiempo y narración III. El tiempo narrado (tr. Agustín Neira), México, Siglo XXI Editores, primera edición en español, 1996, p. 997.
[17] "La noción de identidad narrativa muestra también su fecundidad en el hecho de que se aplica tanto a la comunidad como al individuo. Se puede hablar de la ipseidad de una comunidad, como acabamos de hacerlo de la de un sujeto individual: individuo y comunidad se constituyen en su identidad al recibir tales relatos que se convierten, tanto para uno como para la otra, en su historia efectiva" Paul Ricoeur, Tiempo y narración III. El tiempo narrado (tr. Agustín Neira), México, Siglo XXI Editores, primera edición en español, 1996, p. 998.
[18] “Cuando la libertad se vuelve praxis común para fundamentar la permanencia del grupo produciendo por sí misma y en la reciprocidad mediada su propia inercia, este nuevo estatuto se llama el juramento”, Jean-Paul Sartre,
[19] Tomo la expresión “cogito herido” del ensayo de Jean Greisch sobre la fenomenología hermenéutica (Greisch, 2001b).
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