8/10/2006

TEXTOS COMPLEMENTARIOS- Étienne Tassin

Étienne Tassin, Un mundo común. Por una cosmo-política de los conflictos, Cap. 6


Traducción para la Cátedra de Filosofía: Carolina Vajlis
Revisión: Francisco Naishtat



El derecho cosmopolítico y la democracia cosmopolita


La fragilidad de un mundo común en el contexto de una globalización acósmica nos conduce a considerar un doble riesgo, y a adoptar entonces una doble perspectiva. El riesgo es en primer lugar el de la desaparición de la preocupación política por un mundo común en beneficio de la singular explotación económica del planeta. Es también el de la destrucción de las condiciones políticas de una comunidad en beneficio de una única gestión económica de fuerzas acorde a relaciones de dominación y explotación propias de un modo de producción global. Es así que estamos expuestos a una doble renuncia: renuncia al mundo en tanto que mundo común; renuncia a la comunidad humana tal como es susceptible de desplegarse (y de la manera que esperamos que se despliegue) en el seno de sociedades políticas distintas desde el momento en que éstas se enmarcan en un mundo compartido.

De donde se sigue una doble perspectiva. En primer lugar, conviene preguntarse qué forma política puede adoptar una “mundialización” política. Está ahí la cuestión del derecho cosmopolítico, es decir, de la relación de los Estados, los pueblos y los ciudadanos entre ellos en la instauración de un mundo común. Es ésto lo que examinaremos en el transcurso de este capítulo. ¿Es concebible un derecho mundial que pueda asegurar una civilidad a escala planetaria y poner fin entonces a la violencia de los Estados, los pueblos y las comunidades entre ellos? En segundo lugar, ¿qué civilidad puede o debería desplegarse, no sólo entre los Estados sino también en el seno de cada uno de ellos, en la sociedad llamada civil, para contrarrestar los efectos deletéreos del mercado librado a sí mismo? Es ésto lo que consideraremos en el capítulo VIII, donde pasaremos de la consideración de las condiciones de una de una paz mundial a la de las condiciones de una paz social en el seno de cada Estado, a partir de la evaluación de las políticas nacionales en el contexto de la globalización económica. De este modo, se encontrará planteado el problema de la articulación entre política exterior y política interior en su relación con las divisiones sociales engendradas por la globalización de los mercados económicos, financieros y culturales.

Comencemos por preguntarnos sobre el sentido y las condiciones del cosmopolitismo hoy, partiendo de los análisis kantianos de Hacia la paz perpetua que determinaron la manera en la cual la política moderna ha concebido su orientación hacia el mundo. La pregunta kantiana es la siguiente: ¿Bajo qué condiciones una paz duradera entre los hombres es posible? Tratemos de evaluar esas condiciones, expresadas por Kant a fines del siglo XVIII y de confrontarlas con la situación contemporánea de la globalización, para medir su pertinencia u obsolescencia.

Procederé en cuatro pasos. Comenzaré por recordar brevemente el sentido y el desafío del análisis kantiano insistiendo sobre las distinciones conceptuales que el mismo convoca; luego, en un segundo paso, intentaré evaluar aquello que ha cambiado y cuáles son las nuevas condiciones para una paz mundial hoy, para, finalmente, en un tercer paso considerar las posibilidades de un derecho cosmpolítico hoy en día. Tomaré como hilo conductor la lectura de este problema propuesta por Habermas en su conferencia consagrada al texto de Kant con motivo de su bicentenario1. Pero también nos hará falta extraer los implícitos de tal lectura y, en un cuarto paso, examinar con cuidado las consideraciones de la idea de una democracia cosmopolita que intentaría crear institucionalmente las condiciones para un derecho cosmopolítico.

I. El sentido y el desafío del análisis kantiano de una paz mundial

Después del ensayo del abad de Saint-Pierre (1713) y de los comentarios que sobre el mismo que ha hecho Rousseau, el Hacia la paz perpetua de Kant (1795) inscribe la cuestión de la paz en el horizonte de un mundo común. Su análisis viene a considerar el paso del derecho estatal (derecho nacional) al derecho de gentes (derecho internacional) para distinguir a ambos del establecimiento de un derecho de ciudadanos del mundo (derecho cosmopolítico). El análisis reposa sobre una idea fuerte: el orden republicano de un Estado de derecho exige no sólo la regulación de las relaciones internacionales (derecho de gentes) sino también el establecimiento de un orden jurídico global, cosmopolítico, que uniría a los pueblos, incluyendo a los individuos como conciudadanos de un mismo mundo y suprimiría de este modo las guerras. Kant considera el ideal de la adecuación entre la totalidad de los legisladores y la totalidad de los sujetos –situación ideal del principio de autolegislación que jamás se ha realizado concretamente en un Estado- como la norma de toda Constitución susceptible de erradicar definitivamente la guerra. Solamente la autolegislación, extendida a la totalidad de los pueblos, garantiza la paz mundial.

Es en principio a una serie de distinciones que esta comprensión del problema nos invita: distinción entre un tratado de paz y una alianza de paz, entre el derecho de gentes y el derecho comsmopolítico, entre una alianza de pueblos y un Estado mundial.
La primera distinción viene a diferenciar el acto a través del cual se pone fin a una guerra (tratado de paz) de aquel a través del cual se pretende poner fin a toda guerra (alianza de paz). El primero constituye un armisticio, un cese de las hostilidades entre dos Estados beligerantes. Pero el fin de la guerra no es el comienzo de la paz. Si la abolición de las violencias que destruyen a los pueblos es un fin negativo, buscado en un determinado momento de las hostilidades, por los Estados en guerra; el establecimiento de la paz es un fin positivo que supone una verdadera cultura de la paz. Ahora bien, ésta exige dos cosas: una disposición moral a través de la cual la paz es reconocida como un fin en sí mismo; un hábito social que hacia la misma nos incline sensiblemente y constantemente, que podríamos llamar la civilidad, o, en los términos de Kant, la sociabilidad, que sanciona la insociabilidad guerrera de la cual es como una derivación.
Hace falta sin embargo señalar, como lo sugiere Habermas, que la reflexión kantiana presupone una concepción clásica de la guerra como enfrentamiento entre Estados soberanos según la cual no podría haber guerra criminal en sí misma. La guerra es entendida como guerra militar, regulada por parte del derecho de gentes. Kant ignora la guerra moderna que podemos describir como una guerra contra el civil
1. La paradoja de las guerras modernas es en efecto que la guerra ahí esta hecha contra los civiles (y al civil) y no ya a los ejércitos, como si toda guerra deviniera de ese hecho en una “guerra civil”, según un extraño oxímoron, si es verdad que la civilidad es precisamente aquella que puede hacer recular la guerra y la única cosa que puede remediarla. En este sentido, la guerra moderna es una guerra “total” que no deja por principio ninguna salida posible a la paz ya que la misma aspira menos a obtener una victoria sobre el enemigo, que a hacerlo desaparecer en tanto que pueblo o sociedad, es decir, a matar en ella toda sociabilidad, toda civilidad. Decimos que es “civil” no sólo aquel que se muestra respetuoso de los otros y de sus costumbres, sino que también aquel que no es ni “religioso” ni “militar”. La civilidad señala así una doble disposición: a diferencia de la fidelidad dogmática, ella implica la aceptación de la contradicción (de la herejía en sentido propio, es decir de la crítica): es civil aquel que no regula su conducta bajo una obediencia indiscutible a una autoridad que trascienda la razón humana); a diferencia de la creencia en el poder armado, implica la renuncia a la fuerza, frente a la cual prefiere las situaciones de negociación y de concesiones razonables. En este sentido, la civilidad es efectivamente una cultura de la paz social. Ahora bien, si la guerra clásica entre Estados soberanos obedece aún al derecho de gentes (a la convención de Ginebra en lo que concierne a nuestra época), ella respeta fundamentalmente una cierta civilidad en las relaciones humanas. Inversamente, la guerra contemporánea se revela como una guerra a la civilidad misma: no solamente contradice las reglas de la guerra sino que destruye sistemáticamente las condiciones de una paz posible entre los beligerantes, ya que no reconoce el título de beligerantes a los civiles contra los cuales la misma ejerce su fuerza destructiva. No es más que violencia bruta, como lo han demostrado ciertos aspectos de la guerra de Vietnam o de Bosnia-Herzegovina. Así se encuentra radicalmente contradicho este principio enunciado por Kant en Hacia la paz perpetua según el cual “no debe permitirse, en una guerra, hostilidades que harían forzosamente imposible la confianza mutua en la paz futura”1.
Esta primera distinción invita a una segunda entre el jus gentium y el jus cosmopoliticum. El derecho de gentes corresponde al derecho internacional que regla las relaciones de los Estados soberanos entre ellos. El mismo tiene, como dice Habermas, un valor perentorio. El derecho cosmopolítico corresponde a las relaciones que unen a los individuos entre ellos desde el momento en que son considerados como ciudadanos de un mundo común. Este derecho, mundial y ya no internacional, supone poner fin al estado de naturaleza entre los Estados, colocando a los individuos en la posición de ciudadanos del mundo y ya no sólo en la de ciudadanos de tal o cual Estado, invitándolos así a una sociabilidad o a una civilidad propiamente mundiales, y ya no sólo simplemente estatal o nacional. Es por eso que Kant recurre a una analogía con la salida del estado de naturaleza de los individuos que entran en sociedad bajo la autoridad del poder público instituido a fin de sustituir los conflictos naturales por una paz civil. Esta analogía, sin embargo, nos expone a una verdadera dificultad: del mismo modo que un poder público que ejerce una coerción legítima al interior del Estado permite obtener la obediencia de los sujetos, deberíamos nosotros concebir un “Estado universal de los pueblos a cuyo poder deberían obedecer los Estados particulares”
1. Pero este Estado universal, o Estado mundial, supondría una fidelidad común tanto de los Estados como de los ciudadanos a una instancia suprema, detentora, a nivel mundial, de la coerción legítima en la totalidad del territorio (el planeta) y de su población (toda la humanidad). Esta fidelidad universal a un poder único es inconcebible y en absoluto deseable; conduciría “al más espantoso despotismo”2.
La misma exige entonces una tercera distinción, que hemos evocado en el capítulo anterior, entre la idea de un Estado de los pueblos o una República universal, y la de una alianza de pueblos. Si la primera es imposible y no deseable; la segunda, es posible y deseable. Ésta presenta la idea de una federación de Estados libres que en sus relaciones recíprocas renuncian a emplear los medios de la guerra pero conservan sin embargo su total soberanía, siendo cada uno de ellos libre de definir por sí mismo sus propias competencias. Sin embargo, esta alianza sería inconsistente si no fuera perenne. Hace falta entonces, concebirla como una “alianza permanente y libre”
1 de los pueblos. La misma no reposa en un contrato social entre Estados, sino sobre un juego de alianzas que toma la forma de un “congreso permanente de Estados”2. Esta instancia no está evidentemente desprovista de ambigüedades: si fuera una alianza (o un congreso), ¿cómo podría la misma ser permanente? Si fuera una federación, ¿cómo se negociaría la soberanía entre la potencia federal y los poderes estatales? Podemos juzgar, como lo hace Habermas, a esta construcción de contradictoria: pues, a diferencia de una confederación, un congreso o una alianza son revocables en todo momento. Y Kant no indica tampoco cómo ese congreso podría funcionar, cortar los conflictos internacionales o dar justicia a los ciudadanos, sin un dispositivo de obligación jurídica del tipo de una constitución común. La contradicción se despliega entre el carácter revocable de la alianza, que parece ser necesaria para preservar la cláusula de soberanía de los Estados; y el carácter obligatorio de la confederación, que parece ser requerido para lograr que los Estados soberanos subordinen su razón de Estado a la razón común, y recurran entonces a procedimientos judiciales más que a recursos violentos. Pero esta obligación no podría estar de ninguna manera fundada jurídicamente. La misma reposa por completo sobre una disposición moral, que podemos pensar razonablemente que es insuficiente para garantizar la paz mundial.
Se encuentra así planteado el problema del fundamento de un derecho cosmopolítico. Una alianza permanente de pueblos exige una Constitución. Ahora bien, aquella apela a las disposiciones morales de quienes a la misma adhieren. Y estas disposiciones morales no son adquiridas. La situación es entonces insoluble. Por un lado, faltan las disposiciones morales requeridas para que un derecho cosmopolítico sea encarable de manera real; por otro lado, no es concebible renunciar a la soberanía de los Estados en beneficio de un Estado mundial. Esta situación no podría para Kant ser superada más que por la concordancia entre la política y la moral, la cual sólo es encarable como horizonte de un “plan oculto de la naturaleza”. Kant debe desarrollar una filosofía de la historia reintroduciendo una teleología para darse las condiciones de posibilidad de esta concordancia, no como un hecho, no como un simple deseo sino como un fin hacia el cual la humanidad tiende efectivamente. Desde esta perspectiva histórica, la alianza de los pueblos est posible en razón de tres condiciones que, a fines del siglo XVIII, para Kant parecen tener que confirmarse: 1) el carácter pacífico de las repúblicas; 2) la virtud socializadora del comercio internacional; 3) la función reguladora del espacio público político. Queda por evaluar si estas tres condiciones han sido o no consolidadas por los desarrollos de la historia mundial en el transcurso de los dos últimos siglos.

II. El derecho cosmopolítico frente a la mundialización

¿Qué ha ocurrido con estas tres condiciones que Kant veía como favorables para la institución de un derecho cosompolítico sostenido por una alianza permanente de los pueblos? Las mismas parecen por un lado desaprobadas por la historia; pero también parecen, por otro lado, encontrar otras formas de actualización en nombre de las cuales, sugiere Habermas, la causa kantiana de un derecho cosmopolítico no podría ser tomada por inválida. Consideremos cada una de estas condiciones en vista de las grandes tendencias de la historia moderna.

1. El carácter pacífico de las Constituciones republicanas

Kant sostiene que las constituciones republicanas hacen posibles las relaciones internacionales no belicosas. ¿Por qué? Porque los ciudadanos están asociados, en virtud del principio de autolegislación, al derecho de decidir la guerra. Ahora bien, los mismos no quieren precipitar su pérdida a través de guerras destructivas. El argumento kantiano, como lo subraya a su manera Habermas, se apoya sobre la convicción de que las virtudes cívicas del republicanismo prevalecen sobre los atractivos patrióticos del nacionalismo. Lo que Kant considera, se podría decir, es que un civismo de la cosa pública tiende a predominar sobre el sentimiento nacionalista. Ahora bien, Kant no puede prever, en 1795, en el corazón de la experiencia de la Revolución Francesa, que el Estado-Nacion que se fortalecerá en el siglo XIX en Europa, terminará por hacer prevalecer la nacionalidad sobre la ciudadanía. Es en efecto en nombre de la soberanía nacional y del honor de la patria que las guerras son en su mayoría iniciadas. Así, el argumento kantiano se encontraría recusado por la escalada del sentimiento nacional como principio de identidad política desde el siglo XVIII.
Sin embargo, Habermas remarca que hace falta también diferenciar dos elementos inherentes al desarrollo de las sociedades democráticas (de Constitución republicana). Por una parte, es sin dudas innegable que los Estados democráticos emprenden tantas guerras como los Estados autoritarios, cualesquiera que sean. Pero, por otra parte, estos Estados democráticos son menos belicosos en su comportamiento: las guerras “democráticas” no tienen el mismo carácter que las guerras emprendidas por los regímenes autoritarios. Aquellas no recurren a medios no democráticos, es decir inaceptables para ciudadanos preocupados por el civismo y por el carácter civil de las conductas. Las guerras “democráticas”, enmarcadas por los derechos del hombre, tenderían a minimizar las brutalidades que, en tiempos de guerra, debilitan la confianza que se espera de los beligerantes en tiempos de paz. Si es innegable, concretamente, que los horrores perpetrados en Bosnia por las milicias serbias o croatas no podrían ser avalados por los responsables políticos y militares de un Estado democrático, nos hace falta sin embargo moderar la observación habermasiana, reconociendo que los medios a los cuales los Estados democráticos como los Estados Unidos o Francia han recurrido durante las guerras de Vietman o Argelia contradicen la civilidad supuesta en los enfrentamientos.

2. La virtud socializadora del comercio internacional

“El espíritu de comercio, que se apodera tarde o temprano de cada Nación, escribe Kant, [...] es incompatible con la guerra”
1. Kant no hace más que desarrollar la idea, común en el siglo XVIII y aún en el transcurso de una parte del siglo XIX, de que los intercambios comerciales terminan por constituir un mercado mundial que aprovecha el interés económico de cada pueblo para garantizar las relaciones pacíficas entre los Estados. El argumento había sido avanzado por Montesquieu, quien loaba la humanidad del comercio y de las finanzas que los Modernos habían sabido sustituir frente a la austera virtud de los Antiguos2; es retomado por B. Constant quien invoca el desarrollo del comercio internacional como factor de eliminación de los conflictos, al cual está asociado el florecimiento de las libertades individuales modernas3.
Que al desarrollo del comercio estén asociadas también la radicalización de los conflictos de clase engendrados por el capitalismo el interior de la sociedad, o, en el exterior, el imperialismo belicoso que resulta de la industrialización salvaje de las sociedades liberales, y del cual, los colonialismos británico o francés fueron un ejemplo aterrorizador; Kant no puede más que ignorarlo.
Pero la insociabilidad consecutiva al el modo de producción capitalista no contradice totalmente la esperanza kantiana de una virtud socializadora del comercio. Es eso que sugiere nuevamente Habermas cuando subraya que, en el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, “la economización de la política internacional” (D. Senghaar) ha tendido a disminuir los riesgos de conflictos militares entre las grandes potencias. Pero esta “paz” entre las grandes potencias se ha acompañado de un recrudecimiento de los conflictos locales, particularmente sensible, como sabemos, desde el derrumbe del imperio soviético y de la Federación yugoslava. Lejos de acarrear una socialización liberal; el acceso, si bien es relativo, de los antiguos Estados de la URSS o de la Federación yugoslava al mercado internacional ha tenido sobre todo por consecuencia el desarrollo de organizaciones mafiosas, la instrumentalización del integrismo religioso, la apropiación privada de los recursos locales, la especulación financiera y su cortejo de insociabilidad e incivilidad: pauperización, fragmentación social, conflictos comunitarios, delincuencias de todo tipo: de la prostitución a tráficos de mercancías, armas, bienes, personas u órganos, etc.
La globalización económica produce, volveremos a ésto en el capítulo siguiente, dos efectos notables sobre los Estados-nación tradicionales. Disminuye la capacidad de los gobiernos nacionales para controlar las condiciones de producción y por ende de mantener luego los niveles de vida; deshace la distinción clásica sobre la que reposa la soberanía de los Estados entre política interior y política exterior. Por esa razón, podríamos decir que aquella no elimina automáticamente los conflictos armados, sino que los disuade por el entrelazamiento complejo de intereses económicos que ya no coinciden con los intereses nacionales. No sustituye una guerra política o militar por una guerra económica, pero desplaza las líneas de fractura. Si la desigualdad entre los países del Norte y los países del Sur tiende a disminuir bajo el efecto de la globalización del mercado, tiende por el contrario a aumentar al interior de los Estados; la globalización acarrea con ella una desigualdad acrecentada, una fragilización de los sistemas de protección social, de garantía del trabajo, etc.
1.

3. La función reguladora del espacio público político

Kant ha indicado desde 1784 cómo el uso público de la razón en el seno de un espacio público políticamente garantizado por una Constitución republicana eleva la responsabilidad de los ciudadanos, sometiendo su juicio y sus decisiones a un juego de argumentación crítica que los racionaliza. Habermas ha construido de manera normativa la noción de un espacio público político racional que permite el ejercicio de un control de las políticas gubernamentales sobre la base de los análisis kantianos. Pero también ha indicado los efectos del cambio de naturaleza de este espacio público en el transcurso del siglo XIX, y más aún en el siglo XX con la generalización de los intercambios telemáticos. Las virtudes que Kant atribuía al espacio público se han en parte evaporado. Que el espacio público haya cambiado de naturaleza no significa que estas virtudes hayan desaparecido. El espacio público democrático de las sociedades modernas ya no obedece a las reglas que podíamos establecer sobre la base de los análisis kantianos. Kant concebía un espacio público literario en el cual la virtud crítica dependía de la discursividad propia de la escritura; el espacio mediático moderno es, a la vez, visual y virtual, y de alguna manera privado de contenido discursivo y crítico. La idea de que la conciencia de un derecho cosmopolítico es portada y facilitada por este espacio público crítico llevado a extenderse a la totalidad del globo, se encuentra debilitada, si no discutida.
Hace falta, aún, esperar a la segunda mitad del siglo XX para que la potencia mediática confirme su dimensión planetaria. Mc Luhan indicaba desde 1968 que la guerra de Vietnam fue la primera en tener una difusión en tiempo real; hemos visto desde la instrumentalización que se ha hecho de la televisión en la guerra del Golfo, el desembarco de los GI en Somalía, la invasión a Irak, etc., pero también el momento de la difusión mundial de las cumbres “mundiales” de Río, El Cairo, Copenhague, Berlín, Kyoto o Québec, y la puesta en escena de los foros de Davos y de Puerto Alegre. Sin embargo, estamos lejos de poder hablar de un espacio público planetario. A falta de un espacio público crítico organizado y garantizado institucionalmente, debemos de todos modos reconocer la emergencia de una conciencia de las responsabilidades mundiales, ella misma mundial. El surgimiento en una escena mundial de una conciencia mundial invita entonces a plantear las preguntas sobre una cultura política mundial convergente más allá de las culturas nacionales, de una civilidad mundial más allá de las sociedades civiles particulares, y de un civismo cosmopolítico más allá de las fronteras estatales.
Aunque esté aún lejos de formar una cultura ético-política, que a lo mejor jamás dará a luz, esta conciencia mundial se enraiza sin embargo en una motivación negativa a los efectos cohesivos demasiado poderosos. Es en efecto una conciencia de los riesgos expuestos a nivel planetario. La globalización de los riesgos suscita una comunidad involuntaria, fundada en el sentimiento fuertemente padecido por todos frente a los peligros a los cuales estamos expuestos, aun cuando sea en proporciones diversas. Que esta conciencia es impotente para orientar la voluntad de los gobiernos, todo lo confirma, como lo demuestra por ejemplo la política del presidente Bush. Falta que una conciencia mundial tienda a afirmarse, de otra manera y de un modo distinto que los diferentes internacionalismos promovidos por las ideologías y las organizaciones revolucionarias que el siglo XX ha conocido. La alter-mundialización se adapta a las formas de la mundialización.
Como lo sugiere Habermas, esta cultura política mundial portada por una conciencia de los riesgos está sin embargo nutrida de los acontecimientos propios del siglo XX. Con la Primera Guerra Mundial, las sociedades europeas fueron confrontadas a los horrores de una guerra que excedía por primera vez los límites del enfrentamiento armado clásico, y que movilizó al mundo entero. Con la Segunda Guerra Mundial, las sociedades fueron confrontadas a los crímenes de masa de una guerra total que marcaban la ruptura con la “civilización”. Las dos guerras precipitaron el pasaje de un derecho internacional a un derecho cosmopolítico, cuyas etapas fueron la creación de la SDN, la proscripción de la guerra con el pacto Briand-Kellogg, recalificada en crímenes contra la humanidad en Nuremberg. La guerra era de ese modo acusada ella misma como crimen. Nosotros habríamos entrado, según Habermas, en una fase de transición entre el derecho internacional y el derecho cosmpolítico, la cual se distingue por dos rasgos que parecen dar la razón a Kant, y un tercero que se aleja de sus exigencias.
En primer lugar, las relaciones internacionales, relaciones externas de Estado con Estado están, a través de la ONU, reguladas por una relación interna entre los miembros de la organización, relación fundada en un reglamento y sometida a una carta que, a la vez, garantiza y limita la soberanía de los Estados particulares. La internalización de las relaciones entre los Estados tiende a transponer los conflictos, de acuerdo a las distinciones que habíamos establecido, del registro de la guerra (polemos) frente a aquel de la discordia (stasis). Desde luego, esta transposición es en parte simbólica ya que no concierne a los pueblos sino a sus embajadores. Aquella indica sin embargo que una misma preocupación anima a los pueblos y a sus gobiernos, dando así manifestaciones de una “comunidad” efectiva aunque no tematizada, e icluso denegada. En segundo lugar, el derecho cosmopolítico, que se dirige a los sujetos de derecho entendidos como ciudadanos del mundo independientemente de su reconocimiento exclusivo como ciudadanos de un Estado, tiende a imponerse en relación al derecho internacional. Desde la carta de 1945 y la Declaración universal de los derechos del hombre en 1948, las Naciones Unidas no confían más la protección de los derechos del hombre solamente a los Estados: aquellas disponen de instrumentos propios para constatar las violaciones a esos derechos y sancionarlas (como el tribunal de Nuremberg o el tribunal internacional de La Haya, la Corte Penal Internacional, etc.). Este cambio de referencia en la invocación a una norma de derecho que concierne a los ciudadanos del mundo, y no al derecho estatal, no debe ser subestimado teniendo en cuenta la ausencia de una potencia ejecutiva capaz de asegurar el respeto a la Declaración universal de los derechos sin recurrir a los Estados. En tercer lugar, y contrariamente a eso que encaraba Kant, la exigencia de una constitución republicana es ignorada. Kant imaginaba una organización de Repúblicas construida a partir del núcleo federador (fédérateur) constituido por un gran Estado de derecho. Ahora bien, hoy, no son miembros de la ONU los únicos Estados republicanos que respetan los derechos del hombre, sino todos los Estados, igualitariamente representados en la Asamblea de las Naciones Unidas, cualquiera sea su régimen. Aun cuando las Naciones Unidas apuntan a forjar un consenso mundial nutrido de la idea de una coexistencia pacífica fundada en una conciencia histórica compartida, un acuerdo normativo sobre los derechos del hombre y una cultura común de la paz mundial; no podrían ni apoyarse ni promover en el estado actual de cosas una cultura política mundial susceptible de fundar una comunidad de ciudadanos del mundo.

III. Las posibilidades de un derecho cosmopolìtico hoy

Un derecho cosmopolítico sería inconsistente si no estuviera sostenido por una potencia institucional capaz de imponer su reconocimiento, de garantizarlo y de hacerlo respetar, en caso de necesidad, a través de sanciones apropiadas y eficaces. Ahora bien, hoy, la ONU sola no podría pretender jugar ese rol. Pero la ONU es impotente. La manera en la cual la coalición américo-británica entró en guerra contra Irak, con la mayor indiferencia frente a las disposiciones adoptadas por la ONU, pero también la manera en la cual la mayoría de los Estados se adhirió finalmente a posteriori a esa violación; indican de manera suficiente el rol de legitimación ex post factum (faire-valoir) al que parece hoy condenada. ¿Podemos entonces encarar en el marco de la ONU, como lo pide Habermas, una reorientación del derecho cosmopolítico “en dirección hacia una política interior a escala planetaria que no necesita un gobierno mundial”
1?
Esta postura plantea tres interrogantes. Conviene en efecto preguntarse: 1) si el estado del mundo actual vuelve esta posibilidad oportuna o no: realizable, por una parte; necesaria, por otra; 2) si la ONU está a la altura de cumplir ese rol, incluso mediante unas reformas estructurales que desviarían el curso de sus misiones y la dotarían de los medios requeridos; 3) si la inscripción del derecho cosmopolítico en un texto normativo coordinado con poderes de coerción legítima, es concebible como forma política mundial.
Tomada al pie de la letra, la fórmula de Habermas invita, más allá de cualquier otra interpretación, a pensar la política en general, y la política mundial a fortiori, fuera de la referencia al poder gubernamental. Ni siquiera, como dicen hoy comúnmente los anglosajones, en términos de “gobernancia”; sino, más radicalmente, independientemente de toda gubernamentalidad (gouvernementalite)
2.


La oportunidad del derecho cosmopolítico

Habiendo considerado la primera cuestión, el avance de la globalización –económica, comunicacional y por ende, político-cultural- torna inevitable el despliegue de instancias reglamentarias internacionales, al tiempo que se afirman todo tipo de resistencias, económicas y políticas a su institución. La desregulación que somete al mundo a la ley del mercado refuerza por otro lado la necesidad de garantías y la afirmación de los derechos de propiedad (y en particular de la propiedad privada) de la cual el estado parece ser hasta hoy el último garante
1. Son aún los Estados quienes se ponen de acuerdo para constituir y hacer funcionar las instancias internacionales de control o de reglamentación (OCDE, UE, ALENA, etc.). La idea de Sassen es que las crisis económicas y financieras inducidas por la globalización de los mercados, como aquellas de México en 1991, de los países de Asia en 1999, o de la Argentina en 2001-2002, refuerzan la necesidad de reglamentación. Sin embargo, hay que reconocer que los Estados no manifiestan con frecuencia la voluntad determinada –y no parecen preocuparse por dotarse de la capacidad- de adoptar reglas que corrijan los efectos de los mercados. Lo atestiguan, por ejemplo, la imposibilidad actual de encarar un acuerdo sobre una tasación de los beneficios de la especulación o de proceder a una armonización de las legislaciones fiscales, etc. Las perspectivas que se dibujan en el seno de la Unión Europea no podrían ser consideradas como un primer paso hacia una armonización mundial. Falta a nivel mundial una instancia deliberativa y decisiva dotada de una legitimidad democrática en la cual los países miembros de la Unión Europea trabajan desde hace mucho tiempo y con muchas dificultades.
La ambigüedad relevada por Sassen puede entonces reformularse en una paradoja, constitutiva, parece, de la globalización: la liberalización del mercado a escala planetaria acarrea necesariamente con ella un refuerzo correlativo de las instancias y de los procesos de control que se despliegan sobre un terreno económico y no ya político. Este dispositivo “policial” a escala mundial, tan poco coordinado como esté, escapa a toda vigilancia ciudadana desde el momento en que se ha liberado en parte de los procesos de legitimación democrática en uso en el seno de los Estados. Se sigue una alternativa: ya sea la sumisión de los ciudadanos del mundo a una “gobernanza” económica de régimen policial, o una reapropiación original de las formas de convivencia que reactive el sentido de la política fuera de sus impactos gubernamental o policial. En este sentido, no hay que confundir las exigencias de gobernanza mundial, que ponen de relieve todas, más o menos, una lógica económica o policial; con una exigencia propiamente política que apunta a definir las condiciones de una convivencia autónoma por parte de una comunidad de ciudadanos cuidadosos, y las de su libertad y del mundo en el cual aquella puede desarrollarse de manera razonable.

La Organización de las Naciones Unidas

Estos remarques inducen de sí mismos las respuestas que podemos esperar del segundo interrogante que reposa sobre el estatuto, las responsabilidades y los medios de la ONU. En el estado actual, la ONU obedece a una doble misión que corresponde, como lo formula Habermas, a una política reactiva en materia de seguridad y derechos del hombre, y a una política preventiva en materia de medio ambiente. La primera consiste en tomar bajo su control la guerra interestatal, la guerra civil y los crímenes de Estado; la segunda, en prevenir las catástrofes humanitarias y los riesgos amenazantes en todo el mundo. Tanto en un caso como en el otro, ella se confina a un rol puramente restrictivo de mantenimiento del orden, que fracasa en gran parte a cumplir. Podemos, a esta definición mínima de la ONU, oponer una concepción más exigente y positiva, y desear ver en las Organización de las Naciones Unidas la punta de flecha de una “democracia cosmopolítica”, bajo el costo de reformas institucionales de las cuales algunas fueron concretamente evaluadas en el seno de las comisiones ad hoc sin haber jamás logrado reunir el asentimiento de los Estados miembros
1.
La idea de una reforma de las Naciones Unidas reposa sobre dos principios directores que le confieren sentido y necesidad: el primero concierne a la creación del estatuto político de “ciudadano del mundo” que dependa de la Organización mundial no por la representación de los Estados a los que pertenezcan, sino directamente por la intermediación de representantes elegidos en un parlamento mundial; el segundo apunta, conjuntamente, a desarrollar la capacidad de la ONU de actuar a nivel supranacional a fin de permitirle ejercer eficazmente una política de derechos del hombre. La ausencia de instituciones realmente supranacionales y políticamente independientes de los Estados ubica en efecto a los Estos democráticos frente a un dilema: ¿deben ellos defender los intereses de sus ciudadanos a expensas de los otros Estados, o deben ajustarse a las reglas democráticas internacionales, fuera eso a cambio de los intereses de sus propios ciudadanos”
2?
Para sobrepasar esta contradicción –que resulta, hay que subrayarlo, de una exigencia democrática, que ella sea nacional o internacional-, tres modelos de organización mundial de la vida política parecen presentarse:
1) Un modelo confederal, que aparece por primera vez con la Sociedad de las Naciones y fue retomado luego con la Organización de las Naciones Unidas, fundado en los principios de una igual soberanía entre los Estados y de una no interferencia en sus asuntos internos, y en el cual los países están representados por sus gobiernos, reconocidos sobre la base de su existencia de hecho. Esta disposición no satisface la exigencia de una ciudadanía del mundo; los ciudadanos no tienen existencia a los ojos de la organización internacional más que por la representación de su gobierno. Archibugi ve la razón fundamental por la que este tipo de organización internacional es incapaz se sostener una democracia mundial: cada Estado, aunque fuera democrático, tiene la necesidad de hacer prevaler su razón de Estado. El modelo confederal no implica ninguna concordancia entre una constitución nacional y una conducta democrática a nivel mundial.
2) Un modelo federal, tradicionalmente opuesto al primero, y que supone una transferencia de soberanía, más o menos considerable, de los Estados partes pertenecientes al Estado federal. Además de que esta configuración reclame una fuerte comunitarización (communautarisation) inicial, una larga costumbre histórica de reparto de responsabilidades que hacen falta escala mundial, ella está, según nuestro autor, doblemente puesta en jaque al no ser ni realizable, ni tampoco deseable. No es realizable porque el Estado federal resulta, a la imagen de Suiza, los Países Bajos, Alemania o los Estados Unidos, de una concentración de poder frente a fuerzas exteriores amenazantes que, en la perspectiva de un Estado mundial, harían falta por definición. La única forma que podría tomar un Estado federal mundial sería la del Imperio hegemónico, no democrático por definición. La misma no es deseable, en el sentido de que un orden político federal no podría dejar de atacar a esta pluralidad, no sólo individual sino también cultural y comunitaria, que es, como dice Hannah Arendt, “la ley de la Tierra”.
3) Al único tipo de organización política que podría superar la plétora de Estados soberanos en guerra los unos contra los otros sin caer por ello en el establecimiento de un “Leviatán planetario”
1, Archibugi le reserva el nombre de democracia política, la cual exige un nuevo concepto de soberanía y un nuevo concepto de ciudadanía. La idea de una democracia cosmopolita requiere en efecto que las organizaciones transnacionales estén a la altura de ejercer coerciones legales sobre los Estados, pero que dispongan al mismo tiempo de una legitimidad democrática nacida de la “sociedad civil global” (ibid.). Es por eso que los habitantes del planeta deben proveerse, independientemente de los gobiernos nacionales, de una representación política mundial. Ésta exige a su turno una reformulación de la ciudadanía distinta de una doctrina de derechos naturales en la medida en que ésta reposa sobre la ficción de un ser humano natural, abstracto, tomado fuera de todo contexto histórico, cultural y político. En cambio, inscribiéndose en la estela de Rousseau y de Kant, Archibugi sugiere la elaboración de una “teoría de los derechos del ciudadano”, comprendido al mismo tiempo como ciudadano de un Estado y habitante del planeta, siendo el requisito principal de una democracia cosmpolita el de “dar voz a los ciudadanos de una comunidad mundial de acuerdo a una modalidad institucional paralela a los Estados”[1].
Es siguiendo este espíritu que es pensada una reforma de la ONU declinada en tres capítulos: 1. El reconocimiento de la existencia política de los ciudadanos del mundo a través de la creación de una Asamblea de pueblos de las Naciones Unidas que representaría directamente a los ciudadanos más que a sus gobiernos; 2. El refuerzo de los poderes jurídicos mundiales a través de una reforma de la Corte internacional de justicia; 3. La democratización de los poderes ejecutivos mundiales a través de la modificación del Consejo de Seguridad y del poder de veto de sus miembros permanentes.
En vista del primer punto, la ONU no constituye hasta hoy más que un “Congreso permanente de Naciones” según la expresión de Kant. Transformar la Organización en una instancia democrática supone que la Asamblea de las Naciones Unidas devenga una suerte de Consejo federal que comparta sus competencias con una Asamblea elegida por sufragio universal directo, que represente a los ciudadanos en tanto que ciudadanos del mundo y no sólo en tanto que miembros de los Estados. En lo que concierne al segundo punto, debemos concebir el tribunal internacional de La Haya como habilitado para juzgar los conflictos entre los individuos, y entre los individuos y los Estados, de manera que constituya una jurisdicción penal permanente tomada por los propios ciudadanos. Finalmente, en cuanto al tercer punto, el actual Consejo de Seguridad debería tomar, por ejemplo, la forma del Consejo de Ministros de Bruselas a fin de constituir un poder ejecutivo que tenga plena capacidad de acción.
Sin disponerse aquí a discutir la factibilidad de tales reformas (y particularmente de la última que se eleva directamente contra la superpotencia adquirida por los cinco miembros permanentes que disponen del derecho de veto en el seno del Consejo tras la Segunda Guerra Mundial), podemos notar que las disfunciones de la ONU estos últimos años, y singularmente en la crisis iraquí, ubican a la organización frente a una alternativa: o una reforma de fondo, o la renuncia a sus pretensiones en beneficio de las solas agrupaciones de intereses económicos (G8, por ejemplo).
En su principio, estas reformas no exigen, afirma Arhibugi, una “transferencia sustancial de poder de los Estados hacia las nuevas instituciones. El desafío que representa el modelo de la democracia cosmopolita no es del sustituir un poder por otro, escribe él, sino el de reducir el rol del poder en los procesos políticos, aumentando la influencia de los procedimientos”
1.

A esta representación del rol democrático de las disposiciones procedimentales a nivel de una organización política mundial se opone sin embargo una crítica de fondo, formulada por Habermas, a la idea de una comunidad política de ciudadanos del mundo. El carácter necesariamente limitado de una organización mundial consiste en el hecho de que le falta una base de legitimación, y ésto por razones estructurales
1. El problema es aquel de la relación entre inclusión y exclusión en el seno de la comunidad.
Toda organización mundial se distingue de las comunidades estatales, remarca Habermas, por el hecho de que aquella supone incluir sin límites a todos los Estados, a todos los pueblos, a todos los ciudadanos. Obedece al principio de una inclusión sin resto, o más aún, sin fronteras. Ahora bien, toda Constitución democrática supone una autodeterminación del pueblo de acuerdo a la fórmula de una autolegislación que ya hemos conocido. A su vez, esta autodeterminación requiere una “forma de vida” común, una identificación sustancial, por pequeña que sea, a una cultura, aunque fuera simplemente cívica, compartida, o a una historia común. En resumen, supone una identificación. Ahora bien, agrega Habermas, “esta concepción ético-política que tienen de sí mismos los ciudadanos de una comunidad democrática hace falta a la comunidad inclusiva de ciudadanos del mundo”
2. La comunidad de ciudadanos del mundo estaría privada de cimiento político, por la razón misma de su pretensión de incluir a toda la humanidad. Porque toda comunidad política es exclusiva: procede de una identificación colectiva que se expresa a través de la exclusión de “aquellos que no pertenecen” mientras que la comunidad de ciudadanos del mundo supone incluir a la totalidad de los seres humanos. Le falta entones, por un lado, un zócalo histórico-cultural formado por el juego de exclusiones sucesivas gracias a las cuales una identidad política se constituiría; y no podría, por otra parte, reglarse por otra norma que no sea la moral, ni tener otra figura que aquella que Kant llama la comunidad de seres racionales: “el modelo normativo de una comunidad que no puede proceder a ninguna exclusión no es otro que el universo de personas morales”2.
La idea de una comunidad de ciudadanos del mundo tendría una consistencia moral pero no un fundamento político histórico; y no podría tenerlo. Mientras que las comunidades históricamente constituidas bajo formas políticas pueden experimentar una solidaridad cívica en el marco nacional, la solidaridad cosmopolítica debe respaldarse en el solo universalismo moral traducido en los derechos del hombre. No podemos entonces esperar de la comunidad mundial de ciudadanos del mundo un civismo o una civilidad eficientes equivalentes al civismo y a la civilidad que las comunidades políticas nacionales han podido, en una época, suscitar en su seno. Habermas concluye de ésto que, a falta de sentimiento mundial, una “comunidad cosmopolítica de ciudadanos del mundo no es suficiente para servir de base a una política interior a escala planetaria”
3. Sin embargo, si el formalismo moral de esta idea de comunidad mundial invalida sus pretensiones políticas, la comunidad de ciudadanos el mundo recibe no obstante una dimensión jurídica consistente con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que le confiere, vamos a verlo, una relativa eficiencia. Antes de ir a eso, sin embargo, conviene también remarcar el argumento sobre el que Habermas avanza, pero en el que no se detiene, y que utiliza como argumento la relación de la ciudadanía con los procesos de exclusión característicos de las comunidades políticas. Al menos, estamos invitados a reflexionar sobre la pretensión inclusiva de la democracia cosmopolita. Retomaremos ésto en el capítulo VIII.

La eficacia normativa del derecho cosmopolítico

En respuesta a la tercera cuestión, debemos ahora preguntarnos sobre las modalidades según las cuales la Declaración de los Derechos del Hombre podría constituir el armazón de una cosmopolítica. Se trata de evaluar si la Declaración de los Derechos del Hombre puede hacer las veces de política, y precisamente, en virtud de su carácter universal e inclusivo, de cosmopolítica. En la perspectiva de Habermas, la cuestión debe desplegarse en la articulación entre comunidad moral de seres racionales y comunidad jurídica de sujetos de derecho.
El conflicto entre la moral y la política ha sido relanzado por la crítica a los derechos del hombre que Schmitt ha formulado, en nombre de la política comprendida como lucha en el seno de la oposición primordial amigo/enemigo. A la idea de aquello que podríamos llamar una “cosmopolítica de los derechos” tal como la que ha podido tomar forma con la SDN y luego con la ONU, Schmitt opone desde 1932, por un lado, que una política de los derechos del hombre acarrea guerras de policía moralizadoras y, por otro lado, que esta moralización de los conflictos políticos hace de los enemigos, criminales. La imputación del carácter criminal de la conducta implica un juicio moral de inhumanidad pero justifica además una conducta ella misma inhumana: “Es siempre en nombre de la paz que se hace la guerra más horrorosa [...] y la inhumanidad más atroz en nombre de la humanidad”
1. La moralización y la criminalización autorizadas por la invocación a los derechos del hombre privan de su encuadre jurídico a los enfrentamientos políticos y militares. El carácter moral de los derechos del hombre socava el fundamento jurídico de las convenciones nacionales e internacionales. Se trata entonces de determinar si, y en qué medida, la Declaración de los Derechos del Hombre depende de la moral y cuál puede ser su pertinencia política.
Podemos contentarnos con sintetizar la respuesta habermasiana sin por lo tanto retomar totalmente su discusión crítica respecto a Schmitt. Los derechos del hombre, ¿tienen un contenido únicamente moral? Su estatuto es en efecto ambiguo: en tanto normas constitucionales, tienen un valor positivo; mientras que en tanto derechos que definen lo humano tienen, más que un valor positivo, un contenido moral racional. O, dicho de otra manera, los derechos del hombre tienen un carácter jurídico en calidad de normas generales que se dirigen a toda persona en tanto que humana, pero no tienen más fundamento que el moral, a diferencia de los sistemas de derecho positivo, los argumentos solamente morales bastan para fundarlos. No obstante, tal es el corazón del argumento, la justificación moral de los derechos del hombre no los priva de su cualidad jurídica ya que ellos deben este carácter a su estructura y no a su contenido. De ello se sigue que si los derechos del hombre tienen un carácter jurídico, no podríamos, como lo hace Schmitt, no ver en ellos más que el instrumento de una lucha ideológica del Bien contra en Mal. Aquellos apuntan a asegurar la posibilidad de un “reglamento civil de los conflictos internacionales”, definiendo las bases de un derecho cosmopolítico gracias al cual las infracciones a los derechos del hombre no sean “juzgadas y combatidas según criterios morales, sino perseguidas, en el marco de un orden jurídico estatal, de acuerdo procedimientos judiciales institucionalizados, tanto como, acciones criminales”
2.
Este argumento pone en evidencia el status del derecho a la articulación de la moral y la política. Este estatuto se presta a dos interpretaciones según que valoricemos la universalidad moral del contenido de los derechos, o que pongamos el acento en la dimensión propiamente política del derecho en el seno de las relaciones conflictivas que atormentan el campo social, la escena internacional y la comunidad de ciudadanos del mundo. La primera lectura es, se podría decir, a-política, verdaderamente anti-política, en el sentido de que remite directamente la humanidad a la individualidad, o agota directamente el individuo en la generalidad de la individualidad moral: es, en una palabra, el punto de vista liberal dominante, a la vez individualista y moralista. La segunda, abre una perspectiva política en la medida en que ella relaciona los derechos con las luchas encabezadas por las diferentes comunidades, o aun por los pueblos, tanto en nombre del reconocimiento de su identidad reivindicada como en nombre de los ideales ético-políticos erigidos en principio de acción política. Ya no es, en este caso, el derecho el que regla la política; son las exigencias políticas las que erigen el derecho en argumento político. O, mejor, es el principio de emancipación, nervio de los combates políticos, el que confiere al derecho su dimensión política. Es porque, independientemente de las disposiciones institucionales históricas que podrían eventualmente dar a luz a fin de concretizar este rol del derecho a nivel mundial, la idea de los derechos del hombre puede verse reconocer una significación cosmopolítica tan eficiente como aquella que ha adquirido en el cuadro de las luchas democráticas en los siglos XIX y XX. A condición, no obstante, de no escamotear “la división originaria social” (Lefort) en nombre del todo inclusivo de la comunidad de ciudadanos del mundo. Es entonces a un retorno sobre la cuestión de la división, de la stasis, y de las relaciones de inclusión/exclusión que esta perspectiva cosmpolítica nos invita, más que a la búsqueda de modalidades institucionales, tan improbables como ambiguas, de una democracia cosmopolita.
Antes de ir a eso, es necesario sin embargo concluir nuestro cuestionamiento sobre las posibilidades de un derecho cosmopolítico hoy, deteniéndonos en el terreno en el cual esta pregunta se enuncia, aquel de una política democrática mundial. ¿Qué forma puede ésta tomar, particularmente si quiere tener un impacto sobre el mercado global? Habermas sugiere que, a falta de una cultura comunitaria consistente e incitativa, no puede ser más que a nivel medio de una deliberación argumentada entre organizaciones estatales y organizaciones no gubernamentales, que se despliegue esta política democrática en vías de formación. Así lo atestigua en efecto concretamente la resonancia adquirida estos últimos diez años por las cumbres internacionales –que, sin embargo, no desembocan jamás en decisiones inmediatamente ejecutorias, verdaderamente no hacen más que establecer un calendario de examen de diferentes problemas así indefinidamente su consideración – y la importancia creciente ante la opinión pública de las anti-cumbres y las manifestaciones antimundialización. Es por eso que de estas puestas en escena mundiales sobre un debate contradictorio sale una verdadera situación de interlocución que nutre la reflexión y la toma de conciencia de un “destino común” para los ciudadanos del mundo; toma de conciencia de una solidaridad cosmpolítica. ¿Cómo concebir, en este contexto, una legitimación democrática de las decisiones tomadas más allá de las organizaciones estatales?
No podríamos encarar una respuesta a esta pregunta sin asumir una redefinición de la política fuera del cuadro estatal que la relaciona exclusivamente, según una visión tradicional, con el principio de soberanía. Según la fórmula de Argchibugi evocada anteriormente, el problema político planteado no sería el de sustituir un poder por otro, sino el de “reducir el rol del poder en los procesos políticos, aumentando la influencia de los procedimientos”
1. Es porque la cuestión de una política democrática mundial nos invita a reconocer, como lo sugiere Habermas, un desplazamiento del principio de legitimación de la instancia de una voluntad general, inexistente por definición a nivel mundial más aún que a nivel nacional, hacía aquel de situaciones interlocutorias argumentadas que supongan la institución de un espacio público de confrontaciones, un uso público de la razón y un libre acceso para todos al proceso deliberativo2. En consecuencia, la legitimación democrática de las decisiones tomadas a nivel mundial exige, además de los interlocutores gubernamentales que forman parte, el acceso de las ONG a las deliberaciones. El principio asociativo viene a desviar o corregir el principio autoritario de los Estados no democráticos, pero también el principio electivo de estos últimos. Por todos lados, se encuentran anudados el elemento de la división originaria social y el del actuar común político. Si no suscribimos a la representación poco consensualista de los procedimientos de poder que ofrece la pragmática comunicacional, podemos sin embargo reconocer en ese desplazamiento del principio de legitimación la figura democrática de un poder tomado de la intersección entre la división y la acción.


IV. La idea de una “democracia cosmopolita”

Hemos asistido, desde el hundimiento de los sistemas socialistas y la globalización de los mercados, a una toma de conciencia de las puestas en juego (enjeux) mundiales y mundanas de la totalidad de las actividades financieras, económicas y culturales consagradas a la explotación del planeta y a la alineación de la mayor parte de su población. Esta conciencia cosmopolita naciente no está estructurada institucionalmente y parece bastante lejos de encontrar su forma institucional propia. Es seguro, por un lado, que la misma no se orienta ni hacia la constitución de un gobierno mundial, ni hacia un refuerzo de las organizaciones internacionales en su pretensión de salirse con la suya respecto de los estados. Como mucho, toma el aspecto de una escena internacional de encuentros formales e informales a la vez, animada por una conciencia moral y por una conciencia ecológica a las cuales les falta aún una conciencia cosmopolítica a pesar de la extraordinaria red asociativa que la misma moviliza. Es, por otro lado, manifiesto que la misma se actualiza en una conciencia jurídico-política que testifican la formación del Tribunal Penal Internacional de La Haya y las puestas a prueba de altos responsables de la guerra de los Balcanes, pero también de responsables de crímenes contra la humanidad en Ruanda, o, en otro registro, las acusaciones emprendidas contra Pinochet, etc. Que estas disposiciones no sean en sí mismas democráticas
1 no priva nada al signo que ellas constituyen como en cuanto a la emergencia de una preocupación cosmopolítica.
¿Es, no obstante, desde la perspectiva de una democracia cosmopolita que la cuestión política de un derecho mundial y la idea de una cosmopolítica deben ser encaradas
2? ¿No encontramos ahí esta “ilusión trascendental” de la razón política de querer extender a la dimensión del planeta las reglas formales de una política democrática a nivel de Estados? Ilusión que bien podría redoblarse desde el momento en que consideramos estas reglas formales como el contenido efectivo de la vida política en detrimento de los conflictos sociales y de los lazos humanos que están en juego en la experiencia de un hacerse cargo concertado de la preocupación cosmopolítica.
La idea de una democracia cosmopolita a sido desarrollada en un marco histórico y problemático general articulado alrededor de tres grandes interrogantes suscitados por los acontecimientos de los años noventa: ¿qué repercusiones tienen sobre los Estados las nuevas circunstancias mundiales? ¿Qué forma van a tomar las relaciones interestatales? ¿Qué instituciones pueden deliberar y actuar frente a los problemas de orden global
3? Podemos en efecto partir de la constatación de que el aumento en el número de Estados llamados democráticos luego de 1989 no se acompaña de un aumento correlativo de democracia entre los Estados, al tiempo que los problemas transnacionales o transfronterizos se han acrecentado excesivamente exigiendo por parte de estos Estados, soluciones concertadas y decisiones comunes. Los promotores de una democracia cosmopolita señalan en este contexto la apertura de tres “brechas” en la política estatal tradicional:
- la primera se despliega entre el dominio formal de la autoridad e la autoridad política estatal y aquel de la producción, distribución e intercambio económicos de ramificaciones transnacionales;
- la segunda se abre entre la figura de un Estado soberano e independiente, y la profusión de organizaciones transnacionales que tienen a cargo administrar los dominios de actividades no nacionales (comercio, espacio, océanos, etc.) apelando a nuevas formas de decisiones políticas colectivas que ya no se apoyan exclusivamente en la autoridad de los Estados;
- la tercera se introduce entre la idea de pertenencia a una comunidad política nacional comprendida bajo el nombre de ciudadanía, que impone a los individuos derechos y deberes, y el desarrollo de una ley internacional que somete a los individuos, así como a las ONG y los gobiernos a nuevos sistemas de regulación.
Es por eso que importa medir si el sistema de decisión internacional contribuye o no al desarrollo de la democracia en el seno de cada Estado (1); si es posible establecer relaciones democráticas entre Estados soberanos (2); si las decisiones que afectan a la totalidad del mundo pueden ser tomadas democráticamente o no (3). Creemos así extender a la comunidad internacional los criterios gracias a cuya ayuda definimos las políticas gubernamentales democráticas. Como lo indica Norberto Bobbio, el problema se desdobla: “¿Un sistema democrático internacional es posible entre Estados únicamente autocráticos? ¿Un sistema autocrático internacional es posible entre Estados únicamente democráticos?”
1. La respuesta es evidentemente dos veces no, en razón de la convicción de que “un Estado democrático permanece como una entidad política imperfecta hasta tanto no existan instituciones capaces liar democráticamente a sus ciudadanos con los ciudadanos de los otros Estados”2.
No alcanza, como lo pensaba Kant, que los Estados sean republicanos para que la paz sea duradera, hace falta aún establecer entre ellos un “sistema de geo-gobernancia” mundial. A diferencia del Congreso de Viena o de la Organización de las Naciones Unidas, aquel llama a la creación de una comunidad democrática que a la vez incluya y atraviese los Estados democráticos”
3. La democracia cosmopolita exige entonces recurrir a “instituciones autoritarias globales” capaces de tutelar les regímenes de los países miembros y de influenciar, si es necesario, las decisiones estatales. Pero en lugar de concebir a esta instancia superior como dotada de un aumento de poder susceptible de contradecir la soberanía de los Estados miembros, la misma debe por el contrario servir negativamente para disminuir los poderes coercitivos o no democráticos a los cuales aquellos recurren en sus relaciones internas y externas.
Antes de preguntarse por el fundamento de tal idea, podemos remarcar que la misma se expone a dos objeciones que las propuestas de reformas institucionales de la ONU no podrían resolver. Por una parte, inspirándose en el análisis kantiano de la paz perpetua, la teoría de la democracia cosmopolita retoma la idea de que los Estados democráticos están más cerca evitar los conflictos armados entre ellos que los Estados autocráticos. La democracia interna, intra-estatal, apela así a una democracia externa, inter-estatal, en sí misma destinada a reformularse bajo la forma de una democracia interna a escala planetaria en la relación de los Estados y los pueblos entre ellos, bajo la forma de una política interior sin gobierno global. Es sin embargo en la dirección de una forma gubernamental global, que aplique a la comunidad de ciudadanos del mundo las reglas del funcionamiento democrático de las comunidades nacionales, que buscamos definir a la democracia cosmopolita. Y debemos proveer a esta instancia gubernamental global de una autoridad soberana, aunque fuera democráticamente determinada por el principio de autolegislación extendido a la comunidad de ciudadanos del mundo. En una palabra, en tanto que circunscribimos la política en una problemática de la soberanía y de la gobernabilidad, bajo la forma de una “geo-gobernancia” mundial, no podríamos escapar a los conflictos de soberanía, a las contradicciones en la atribución de competencias entre las autoridades estatales y la autoridad mundial.
1 Es inútil invertir la formulación para esconder su significación: la disminución de los poderes propios de cada Estado significa en realidad un crecimiento del poder para la instancia de dirección suprema. Esta contradicción, aunque parezca inextricable, se arraiga sin dudas en esa triple representación, gubernamental, procedimental y soberanista del poder político, y en la imagen en definitiva muy formal de la democracia que la acompaña.
Un elemento parece atenuar esta contradicción a los ojos de los autores. Pero su invocación nos sumerge, por otra parte en una segunda perplejidad. La limitación de las soberanías estatales proviene menos, desde la perspectiva de una democracia cosmopolita, de la autoridad central que “de la intervención directa de los públicos democráticos” (ibid.). Es que en efecto la idea de una democracia cosmopolita apela y supone la formación de y el desarrollo de una “sociedad civil global”
2 (Richard Falk) capaz de vigilancia y de iniciativas efectivas que conciernan los problemas no sólo locales sino también globales. Pero es entonces concebir a la democracia menos como un juego procedimental de atribución de poderes y de toma de decisiones que como una experiencia comunitaria que demanda una conciencia política compartida. La democracia como tipo de régimen gubernamental procede la democracia como forma de sociedad, experiencia común de un vivir juntos y de un actuar común. Ahora bien, ¿de qué comunidad política podría valerse la comunidad de ciudadanos del mundo? ¿Qué unidad de orden superior puede ella oponer a los intereses comunitarios restringidos, económicos, nacionales, o regionales, inclusive étnicos o confesionales? Hay aquí como una petición de principio: la democracia cosmopolita requiere a título de condición una cultura comunitaria democrática mientras que se espera de las instancias dirigentes y de las organizaciones internacionales que favorezcan esta disposición democrática, en particular ante los Estados y los pueblos que no suscriben a la misma, a través de un compromiso institucional efectivo frente a la democracia. Aunque, como escribe C. Held, “una comunidad cosmopolita [...] no requiere de integración política y cultural bajo la forma de un consenso en relación a un gran abanico de creencias, valores y normas”3, la misma exige sin embargo un compromiso previo a favor de la democracia (a “precommitment” to democracy4) de parte de cada ciudadano del mundo, compromiso cuasi existencial basado en el “sentimiento de estar-en-el-mundo” (ibid.) del cual las diversas identidades nacional, étnica, cultural o social no son más que una modalidad.
Reencontramos aquí, a escala mundial, y por ende a un nivel de abstracción muy elevado, el círculo constitutivo de toda política tomada en el horizonte que le da sentido: el sentimiento comunitario es requerido para que se desarrolle una política común, pero sólo la acción cívica concertada constituye el lazo propiamente humano bajo la forma democrática. Al constatar la ausencia estructural de esta cultura comunitaria mundial, Habermas renuncia a desplegar las figuras posibles de una democracia posible en provecho de una regulación de las políticas en referencia al derecho cosmopolítico. Para llegar a eso, Held debe, por su parte, definir a la democracia como un “meta relato”; el único que está a la altura de servir legítimamente de marco político a la competencia de distintos “relatos” a través de los cuales se definen las normas de la vida buena.
1 Paradójicamente, a fin de que la idea de una democracia cosmopolita no sea sólo una promesa piadosa, el segundo eleva una exigencia comunitaria menos fuerte, que no lo hace el primero en vistas de demostrar su imposibilidad.
Cualquiera que sea, nos falta aún preguntarnos por el fundamento del concepto de democracia cosmopolita. Por una parte, habiendo visto las dificultades que acabamos de exponer, aparece bastante claramente que esta idea es tomada de dos representaciones que podemos juzgar insuficientes de la idea democrática: la de un régimen definido por sus procedimientos electivos; la de una comunidad de cultura definida por el compartir, más o menos exigente, de un juego de valores. Esta oscilación enmascara a lo mejor aquello que está en juego en toda vida política democrática, a saber, el proceso de emancipación de los pueblos frente a sus relaciones de explotación, de sometimiento, de desigualdad, de injusticia y de desprecio, y por ende, el juego de luchas incesantes por el reconocimiento de derechos. Ahora bien, este proceso y estas luchas no pueden llevarse a cabo más que a través de relaciones de fuerzas, de acciones concertadas en el nivel en que un accionar efectivo pueda desplegarse. Podríamos decir que el mundo mismo, es decir aquí el planeta, no es el terreno propio para la acción política concertada ni por ende aquel sobre el cual puede organizarse este conciencia cosmopolítica. Este terreno no podría ser otro que el de la vida colectiva concreta, aún sometida a los sistemas de derechos positivos y a las autoridades estatales, aún nutrida de divisiones sociales y de abusos de poder. Es porque, por otra parte, es en cierto modo ilusorio preocuparse por la formación de una civilidad mundial, ignorando las relaciones conflictivas que no cesan de tejerse entre pertenencia comunitaria, civilidad y civismo en el seno de los Estados. La civilidad mundial no puede concebirse más que a partir de una civilidad mundana, ella misma puesta en peligro en la dilución de las relaciones sociales.
Ni la evocación a un derecho cosmopolítico ni la de una democracia cosmopolita no pueden de procurar el fundamento y el contenido efectivo que tendríamos el derecho de esperar e una cosmociudadanía. Es que por querer reabsorber los conflictos, nos falta su dimensión constitutiva de la democracia. Nos falta pasar de la perspectiva del derecho a la de la acción, y de la perspectiva cosmopolita a la perspectiva cosmopolítica, y examinar ahora la cuestión de la civilidad en su relación con el actuar político. ¿La globalización económica no ha destruido en gran parte o alterado la sociabilidad de las antiguas democracias liberales al punto de constituir un obstáculo para la formación de una esfera pública iluminada y militante en su seno?





1 J. Habermas, La paix perpétuelle, op. cit. Cf. L´integration républicaine, op. cit., p.161 sq.
1 Cf. Supra, cap. II, “La politique et la guerre”, y É. Tassin, “Remarques incidentes sur le mal commun et le bien public”, en Guérir de la guerre et juger la paix, op.cit., p. 293-310.
1 Kant, Projet la paix perpetulle, op. cit., 1er. ap., art. Preliminar 6, p. 337
1 Kant, Théorie et Pratique, Paris, Gallimard, 1986, p.300
2 Ibid., p.297
1 Kant, Projet de paix perpétuelle, op. cot., p. 349
2 Kant, Doctrine du droit, op. cit., p. 624
1 Kant, Projet de paix perpetuelle, op. cit., p.362
2 Montesquieu, De l´esprit des lois, op. cit., libro XX, 1 y 2.
3 B. Constant, “De la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes” en De la liberté chez les modernes, op. cit., p.494.
1 Cf. Pierre-Noël Giraud, L´inegalité du monde. Économie du monde contemporain, Gallimard, Paris, 1996.
1 J. Habermas, Après l´ État-nation, op. cit., p. 111-112
2 Cf. Los análisis del pasaje de la soberanía a la gubernamentalidad gouvernementalite propuestos por M. Foucault, en Dits et Écrits, Paris, Gallimard, 1994, vol. III, p.635-657, y Il faut défendre la société, Paris, Éd. Du Seuil-Gallimard, 1997.
1 Saskia Sassen, Globalisation and its Discontents, New York, Columbia University Press, 1998, p. 199.
1 Sobre las reformas de la ONU ligadas al proyecto de democracia cosmopolítica, cf. Cosmopolitan Democracy. An agenda for a New World Order (D. Archibugi y D. Held, eds.), Cambridge, UK, Polity Press, 1995, en particular el artículo de D. Archibugi, “From the United Nations to Cosmopolitan Democracy”, p. 121-162, y las propuestas de D. Held, en Democracy and the Global Order, From the Modern State to Cosmopolitan Governance, op. cit., p. 267-287. Para las referencias a otras concepciones de la ONU y de su rol, cf. el artículo de D. Archibugi, op. cit.
2 D. Archibugi, “From the United Nations to Cosmopolitan Democracy”, op. cit., p. 130.
1 Ibid., p. 134.
[1] Ibid.
1 Ibid., p. 158
1 J. Habermas, Apres l´État-nation, op. cit., p. 116 sq.
2 Ibid., p. 117.
2 Ibid.
3 Ibid., p. 119. Remarcaremos que el argumento neo-aristotélico de una prioridad de la vida buena, que Habermas dice ser inaceptable cuando se lo opone a la noción de patriotismo constitucional de tipo federal y por ende europeo; es, al contrario, aquel al que recurre para denunciar el carácter puramente formal de una comunidad política de ciudadanos del mundo.
1 Carl Schmitt, La Notion de politique, op. cit., p.150-151
2 J. Habermas, La Paix perpétuelle, op. cit., p. 97-122. Desmantelando esta “teoría bien particular de la política, según la cual la política interna pacificada por el derecho debe ser completada por un política extranjera guerrera autorizada por el derecho nacional” (p. 107), Habermas quiere justificar una política mundial de derechos del hombre junto a sus recuperaciones ideológicas que las invocan para justificar guerras de conquistas: “La política de derechos del hombre llevada por una organización mundial no se convierte en fundamentalismo de derechos del hombre que en la medida en que ella aporta, a una intervención que no es otra cosa que el combate de una parte contra la otra, una legitimación moral bajo la apariencia de pseudo-justificación jurídica. En esos casos, la organización mundial (o una alianza que actúe en su nombre) comete un “fraude”, en la medida en que ella presenta como una medida de policía neutra, justificada por leyes y veredictos penales ejecutorios, lo que no es en verdad más que un conflicto militar entre beligerantes” (p.118).
1 Archibugi, “From the United Nations to Cosmopolitan Democracy”, op. cit., p. 158.
2 Como lo atestiguan las cumbres “mundiales”, sería no obstante en vano querer disociar el uso de la argumentación racional contradictoria a través del cual se despliega una escena agonística de tipo comunicacional del uso de la violencia, tan extrema como en Genes, erigida en “argumento”, por la cual el espacio público político revela ser siempre una escena agonística conflictiva.
1 Como lo hacía remarcar Archibugi, a propósito del caso de Panamá, la capacidad de los Estados decide aun en las medidas de justicia: “Es indiscutible que no faltan buenas razones para conducir al dictador panameño (Noriega) frente a un tribunal internacional o incluso un tribunal americano, pero hay al menos la misma cantidad de buenas razones para que el presidente Bush [padre] sea presentado frente a una corte panameña” (art. cit., p. 149)
2 Sobre la idea de una democracia comspolítica, cf. la obra de David Held, Democracy and the Global Order, op. cit., particularmente la cuarta parte, “Elaboration and Advocacy: Cosmopolitan Democracy”, p. 219-287, y Cosmopolitan Democracy, op. cit.
3 Me refiero aquí a la exposición introductoria de D. Archibugi y D. Held, Cosmopolitan Democracy, op. cit., p. 2-16.
1 N. Bobbio, “Democracy and the International System” Cosmopolitan Democracy, op. cit., p.17-18.
2 D. Archibugi, art. cit., p. 156.
3 D. Archibugi y D. Held, op. cit., p. 12-13.
1 “Les instituciones cosmopolitas deben poder coexistir con los poderes establecidos de los Estados, sin sobrepasarlos más que en ciertas esferas de actividades bien definidas”, ibid., p. 14.
2 Richard Falk, “The World Order between Inter-State Law and the Law of Humanity: the Role of Civil Society Institutions”, en Cosmopolitan Democracy, op. cit., p. 163-179.
3 D. Held, “Democracy and the New International Order”, en Cosmopolitan Democracy, op. cit., p. 115.
4 Ibid., p. 116.
1 Ibid.

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